Encontraría la muerte perfecta dentro de un cine. El cine ha rozado muchas muertes y de todas ellas ha escapado renacido. Sobrevivió a la televisión y al video, revivió sonoro y con tecnicolor. Y una de estas transformaciones la tuvo en 1973 con ‘Tiburón’, devolviendo los espectadores a las salas. La última entrega de los Oscar fue una ceremonia, cierto, un cruento ritual como el de ‘Apocalypse Now’. Se sacrificó en el altar al viejo dios que hizo revivir al cine hace cincuenta años y en su trono se colocaron el videojuego y el ‘tik tok’ como nuevos dioses. Hay que ver ‘Todo a la vez en todas partes’ para entender lo que escribo. Ningún cinéfilo podría haber imaginado que este producto fuera a ganar siete Oscar, los mismos que ‘La lista de Schindler’ en 1993.
‘Todo a la vez en todas partes’ no engaña desde su imposible título porque es el reflejo de nuestro tiempo de postverdad acumulada y agotadora. No engaña con su panteísmo de baratillo, su metaverso de vida burocratizada y sus temas de corazón flácido. Es el triunfo de aquel televisivo Jackass envuelto en un Matrix de saldo. Los Daniels vuelven profundo lo superficial y lo profundo se lo toman a broma sin dejar entrever más contenido que su apabullante forma.
Quiero vivir la muerte del cine en un cine, como un ‘western’ crepuscular de Ford, como el último hombre que por la calle se levantó el sombrero al paso de una señora. Hoy ya no llevamos sombrero y ese hombre acabaría en prisión. Iré más al cine consciente de su muerte, esperando como Totó la última galopada, o como Cecilia, esperando que las notas de ‘Cheek to cheek’ me lleven al séptimo cielo junto a Wilder, Lean, Lubitsch, Allen…y por supuesto, Spielberg.
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