Los chistes eran muy populares hace años, unían tanto o más que un café. Muchos eran ofensivos y groseros y los chistes de mariquitas y de gangosos llevarían hoy a prisión a Arévalo. Eugenio y Chiquito se hicieron célebres por contarlos. Y todo aquello se esfumó de pronto. Dejaron de hacernos reír sin darnos cuenta y lo extraordinario es que fue espontáneo, no fueron necesarias moralinas censoras ni campañas ministeriales. Así es la vida.
Hoy ya no se cuentan porque la vida se ha convertido en un mal chiste sin fin. La ruptura placentera que provocaban ya no funciona en una realidad de continuo disonante y virtual, donde la mentira se vive como verdad. El postureo y escenificación constantes han anulado cualquier sorpresa de broma oral. Solo hay que ver estos dos últimos días en el Congreso. Ha sido un chiste negro de Rafael Azcona con el octogenario tinte en pelo compareciente por artículo mortis. Nada nuevo, ¿en qué acabó aquel largo chiste que fue el ‘procés’? En un meme con aquella mujer que pasó del éxtasis secesionista a la decepción en menos de lo que dura contar uno de Jaimito.
En medio del cansancio laboral, de lo terrible en lo que se me iba haciendo el periodismo nos regalabas tus chistes, a más malo y antiguo, mejor. El de “Me la pillé” me devolvía a mi niñez y al origen de mi afición. Me encantaba el de aquel que entraba a una refresquería y preguntaba por yogur líquido. –“¿Yop?”, le replicaba el tendero. –“Si, ustep, ustep”, respondía el cliente. Siempre los contabas como si fuera la primera vez. Siempre me hacías reír y nos reíamos juntos. Te imagino ya contándolos a San Pedro y los arcángeles una y otra vez y me sonrío de nuevo, esta vez con los ojos húmedos. Gracias. Descansa en paz, Ambrosio.
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