El pasado mes de noviembre el secretario general del PSOE de Almería, Juan Antonio Lorenzo, animaba a sus compañeros de la capital a negociar “hasta la extenuación” (sic) para acordar una candidatura de consenso con la que poder presentarse a las elecciones municipales del próximo mes de mayo y evitar así el siempre fastidioso proceso de maceración y desgaste que suponen unas primarias. Y cinco meses ha tardado el apaciguador viento de Jehová en soplar sobre el espíritu de los aludidos. Cuando apenas faltan setenta días para el juicio final de las urnas, el eco de la súplica de Lorenzo sigue resonando sobre el desierto de estrategia política en el que las permanentes guerras tribales han acabado convirtiendo al partido socialista y sus aspiraciones en la capital. Tanto es así que esta última -por el momento- lista presentada, con su carrusel de presencias y ausencias, no es más que una tregua para recoger cadáveres del campo de batalla encarnizada entre facciones socialistas enfrentadas a escopetazos. Este espectáculo fratricida, tan próximo a la crónica de sucesos, evidencia que el PSOE es incapaz de ofrecer a los almerienses una alternativa o un proyecto diferente al del propio acomodo y distribución de afines en la presumible continuación de la bien merecida travesía del páramo de la oposición municipal. Instalados en la indisimulable aversión mutua, las facciones del socialismo almeriense han vuelto a pelear (en algunos casos hasta el umbral del conato físico) por el reparto de los previsiblemente menguantes puestos con retribución pública, mientras articulan sus mensajes de precampaña en torno al relato dopado de una gestión municipal oscilante entre la catástrofe y el apocalipsis zombi. Pero lo que de verdad no funciona, lo que atufa y lo que pide un recambio a voces es el propio PSOE almeriense, porque confiar la gestión del Ayuntamiento de Almería a quienes son incapaces de gestionar su propia casa es un soberano disparate.
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