Caminé por el Paseo Marítimo mirando al horizonte después de haberme dado un baño reconfortante en la Playilla, sola, el agua límpida y fría, y el mar en calma. Luego llegó una pareja joven que se tumbó en la orilla, a la que no le bastaba con escuchar el sonido armonioso del mar, sino que también llevaba un móvil encendido con música de la que pronto cualquiera se cansa, al menos yo.
Me levanté del asiento especial que me había hecho con mi mochila casi vacía sobre la arena donde me senté y de respaldo tomé una roca bastante ergonómica en la que apoyé mi espalda, y así me entregué durante un rato al sol de la tarde.
Empecé a caminar despidiéndome del mar y cegada por el sol. Iba pasando delante de la gente que se apoyaba en el muro o se sentaba encima de él al principio del paseo. Seguro que llevaba una sonrisa en los labios. Porque al pasar delante de una de esas personas, mientras miraba el horizonte, distinguí a un hombre con la cara bastante roja y supuse que sería un turista, el cual me sonrió y me dijo hola. Yo también le dije hola.
Me hubiera gustado hablar más, pero preferí seguir mi camino y no estropear con más palabras ese simple saludo que me había llegado al alma y en el que yo también había puesto mi alma.
Subí el Paseo y entré en la Dulce Alianza. Me acerqué a una dependienta y le pregunté cuántos piononos caben en una caja pequeña, ella dijo seis, pero yo vi la caja abierta y dije o nueve, entonces ella sonriendo me dijo vamos a ver cuántos, al final fueron ocho.
Cerró la cajita, la envolvió con papel asegurándola con celo y me preguntó si quería una bolsa, yo le dije que sí, una pequeña. Cuando le pagué y me entregó la bolsa me deseó que todo me fuera bien en la vida. Me sorprendió tanta ternura y le dije eres muy amable, igual que usted me respondió.
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