El tren de la vida

El tren de la vida

José Luis Masegosa
23:40 • 15 abr. 2012
Aquel día amaneció antes de lo habitual, al menos para él. El nerviosismo y la incertidumbre que se abrían con la nueva jornada le impidieron conciliar el sueño con sosiego. Sus ojos no cejaban en abrirse cuando el cansancio y el sueño dominaban las eternas horas de la noche en las que el joven estudiante hubiera querido sumirse, pero la inquietud y la expectación ante su primer viaje en ferrocarril lo impedían. Solo conocía los trenes desde el exterior.
Los vagones mostraban en su cara externa el celofán de su armazón tras el que poco habían podido adivinar aquellos ávidos ojos de aventura y de vida. Hasta ese momento el muchacho solo había viajado en autobús y en turismo, pues no había surgido la ocasión de utilizar otro medio de transporte y tampoco se había dado el caso de tener necesidad de desplazarse en tren, pues siempre los trayectos efectuados por él se podían realizar en coche. Apenas tañeron las campanas del reloj de la iglesia los siete badajazos de la hora matinal cuando el joven dio un salto de la cama y se dispuso a realizar su aseo para vestirse después y bajar al salón. Apresurado, inquirió a su progenitor para que no demorase la partida, pues no podía permitirse llegar tarde a aquella cita tan importante y, a la par, tan vulgar.
Tras el desayuno, el inquieto viajero colgó su cartera de la mano derecha y subió al utilitario familiar que habría de llevarle poco tiempo después a la estación más próxima, en donde debía subirse al vetusto gusano de acero que le llevaría a tierras murcianas, concretamente a Alcantarilla, en donde debería hacer trasbordo y coger el expreso que unía Murcia con la capital del Estado. Los cerca de cincuenta minutos de trayecto por la infame carretera se multiplicaron por dos. Por fin el “124” se detuvo frente a la entrada de la estación de Almanzora. Veloz, el incipiente universitario se apostó en la ventanilla en donde le expendieron su billete.
El corazón
El corazón quería competir con los mejores velocistas, en tanto que la espera en el andén se hacía interminable. Por fin el inconfundible pitido anunció la llegada del “tren de arriba”, que hacía el trayecto Granada-Alicante. Aquel ingenuo aspirante a periodista subió al vagón de tercera que se hallaba ocupado en un tercio de su capacidad y se acomodó sobre uno de los duros asientos de madera. Aquel viaje en doble sentido se haría familiar para el novato usuario. Con la cartera repleta de interrogantes y el alma plena de ilusiones, el joven almeriense comenzó a escribir la crónica de un sueño en la que mucho ha tenido que ver este desaparecido ferrocarril que unía Andalucía con el Levante, cuya restitución se ha reivindicado esta semana y para la que se han aportado y propuesto, estos días, argumentos y razones muy valiosos.
La única razón que me asiste para defender la reapertura es que ha sido el mejor tren de mi vida.






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