Cuando el PSOE quiera despertar, la gigantesca derrota electoral del pasado domingo seguirá ahí. Uno entiende las razones de extrema necesidad y necesidad extrema con las que los socialistas se han lanzado ahora a aplaudir y vitorear al dinosaurio que les ha llevado al despeñadero, porque se están haciendo las listas a las Generales y más vale un esguince de muñeca fruto de una sesión de aplauso norcoreano que el reuma que se pasa fuera de los escaños y los despachos oficiales. Por eso los socialistas y sus afluentes mediáticos están lanzando cortinas de incienso para no ahondar en la responsabilidad directa de Sánchez en la debacle de las municipales, tal como reconoció su candidata en Almería, Adriana Valverde, que después de mostrarse sorprendida por los pésimos resultados, afirmó que en la capital se había votado en clave nacional. No como en Vícar, digo yo, en donde la mayoría absoluta del PSOE se deberá a razones de índole estrictamente local. Pero no nos desviemos. La nueva paliza que se ha llevado el PSOE en las urnas tras abanderar una vez más el discurso de “Almería no funciona”, debería provocar una reflexión serena en ese partido acerca del modo en que escoge a sus líderes (recuérdese el descacharrante espectáculo de las primarias socialistas, que parecían guionizadas por el gran Mariano Ozores) y también sobre la línea argumental empleada. Afirmar que Almería no funciona y describir a nuestra ciudad como la mezcla entre un suburbio en la parte chunga de Calcuta y la localidad siciliana de Corleone, para mezclar así la mugre física con la cochambre ética, es un doble error de comunicación. Primero porque Almería podrá funcionar mejor; pero funciona. Y segundo y aún más grave: cuando alguien se ofrece como la única alternativa al caos y la gente escoge por mayoría absoluta al presunto caos, ese alguien debería asumir que su posición, su mensaje, su entorno y sus tiempos son incompatibles con el éxito.
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