Cuando todos los que aún nos dedicamos a este viejo oficio de engañar al folio éramos más jóvenes e indocumentados, no sólo éramos felices a la manera del gran García Márquez, sino que además creíamos -equivocadamente- que nuestras mentiras eran invisibles. Recuerdo aquellos años de redacciones humeantes en las que tableteaban los teletipos como las metralletas en Chicago y en las que, como siempre había más prisa que prosa, a veces los filtros éticos aprendidos en clase se deshacían sobre el teclado al acuñar recursos nebulosos que nos parecían indetectables. Si tú escribías “Vecinos piden un nuevo semáforo”, a primera vista podía parecer un titular fruto de una investigación demoscópica, pero en realidad era un recurso para silenciar al pelma que todas las tardes llamaba a la redacción pidiendo un semáforo en la puerta de su casa. Así, la colectivización del empeño individual era una suerte de plan quinquenal del periodismo del viernes por la tarde, cuando había ganas de terminar rápido la página y salir a hormonizar la noche. Les cuento esto porque acabo de revivir este mismo regate a la frescura al escuchar al todavía concejal de sí mismo, Miguel Cazorla, anunciando con solemnidad abacial que a pesar de su magra colecta de votos en las últimas elecciones (apenas 1400 papeletas) se ve obligado a continuar en la actividad política y pública porque así se lo demanda “una amplia masa poblacional” (sic.) de almerienses. Lo de la boda de Lolita fue una birria en comparación con el tumulto de admiración concentrado en torno al aclamado -aunque escasamente votado- referente emocional almeriense. Y la verdad, no parece aventurado pensar que los inexistentes vecinos que pedían semáforos viven en el mismo barrio que el tropel de adeptos que imploran la continuidad de quien, más que a fabricar ensoñaciones hiperbólicas, debería tener presente lo que la sabiduría popular atribuye a quien, una vez finalizada la vereda, insiste en seguir por ella.
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