Ocurrió el miércoles, 21 de septiembre de 2009. La directiva del Almería había tenido la amabilidad de invitarme a ver en el Vicente Calderón el partido que ese día les enfrentaba con el Atlético. Mientras recorríamos en el autobús del club la distancia que separaba el hotel Mediodía del campo, el vicepresidente Ricardo Martínez abandonó el asiento en la fila que compartíamos y se acercó al conductor con un CD. A los pocos segundos comenzó a sonar una voz anónima de mujer y una música desconocida para casi todos los que íbamos en el bus. Jugadores, cuerpo técnico y directivos percibimos aquel sonido inesperado y desconocido con una actitud más cercana a la monotonía de la indiferencia que al interés de la sorpresa.
-Es el nuevo himno del Almería- me dijo Ricardo-, lo acabamos de grabar; a ver qué te parece.
-Yo no sé de muchas cosas, pero de música… tampoco. De lo que sí estoy seguro- le contesté- es que este no será el himno del Almería hasta que un día lo oigamos cantar por miles de gargantas en el estadio de los Juegos Mediterráneos.
Han pasado 14 años desde aquella tarde y hace semanas Ricardo y yo recuperamos esta anécdota de la memoria y nos reímos en medio de la satisfacción por una utopía cumplida. Aquel himno que sonó varias veces mientras recorríamos la distancia que separan la plaza del emperador Carlos V de la Ribera del Manzanares ya se escucha los días de partido, sentido más que cantado, por miles de aficionados que, ahora sí, han situado al Almería en el primer puesto de sus preferencias futbolísticas. Escribió Machado que “Hasta que el pueblo las canta, las coplas, coplas no son, y cuando las canta el pueblo, ya nadie sabe su autor”. Cuando Guillermo Fernández y Marisol Ruiz compusieron y pusieron voz al himno nunca pensaron que aquella partitura acabaría formando parte de la memoria sentimental de una afición que ha consolidado el sentimiento rojiblanco.
El domingo pasado esa alegría que duele- así definió escritor uruguayo Eduardo Galeano el fútbol- hizo que los almerienses durmieran mejor porque se sintieron felices. Juan José Melero y Antonio Torres, dos de los analistas más finos del Carrusel almeriense de la SER, me lo dijeron un día de confidencias: cuando el Almería gana, se concilia antes el sueño y se duerme mucho mejor. Es verdad. A mis hijos y a mí nos pasa. Y apuesto diez contra uno que a usted, que está leyendo esta Carta, también. Pregúnteselo y no se haga trampas en la respuesta. Claro que siempre hay excepciones. Eduardo del Pino Vicente, el gran cronista de la capital, y Toni Fernández, el gran míster del Carrusel que ha perdido 5 kilos en las últimas dos semanas, no concilian mejor el sueño, van mucho más allá: sencillamente, no duermen si perdemos.
El sentimiento rojiblanco que cantan miles de gargantas los días de partido es la evidencia de que la afición del Almería se ha reencontrado con el camino de la identificación emocional con el equipo. Ha costado años de penas y alegrías porque, para los equipos de la clase media/baja de la clasificación, cada fin de semana es una batalla y cada temporada una guerra en la que hasta el último segundo nadie sabe si las calles serán invadidas por el estruendo incontrolado de la permanencia o acabarán sumidas en el silencio espeso de la desolación inconsolable del descenso.
El Almería ha salvado la temporada en un final agónico y ahora que el músculo duerme y la ansiedad descansa, a lo que debería aprestarse con determinación la dirección es a confeccionar un equipo de garantías que ponga a salvo de goles inesperados o penaltis sobrevenidos la continuidad en Primera. Esto es lo más importante, claro, pero, a la par, también deberían apresurarse a tejer una tela de araña identitaria que cruzara el río entre hacer un equipo para construir un club. Turki ha hecho lo primero, pero todavía no ha alcanzado la otra orilla.
La grandeza del fútbol está basada en el sentimiento efímero de la victoria y la derrota. En Almería sabemos bastante de esa levedad que hace que, cuando vienen mal dadas, el castillo de emociones que levantamos acabe siempre diluido en los escombros de la decepción. Hay que articular un entramado piramidal en el que la dirección esté en la cima, pero debajo tenga la estructura de una afición vertebrada que le haga inmune al desencanto inevitable.
El Almería no puede correr el riesgo de ser una llama luminosa en la victoria y apagada en la derrota. Tiene que ser una brasa emocional permanente y a resguardo del viento caprichoso del triunfo o el fracaso. Y uno de los secretos sobre los que se construye esta arquitectura a salvo de resultados puntuales es la emoción compartida por la afición cuando canta el himno con la intensidad con que ahora lo hacen los almerienses para apoyar al equipo en cada partido, en cada batalla.
La quimera intuida aquella tarde camino del Calderón se ha hecho realidad. Quién lo hubiera pensado cuando aquella música y aquella voz sonó por primera vez para todos mientras recorríamos las calles de Madrid en aquel otoño tardío en el que el Almería empató con el Atlético con dos goles del duende Piatti.
Ojalá que, como canta el bolero, la próxima temporada nos vaya bonito y que la vida y el gol nos vista de suerte. Disfruten de esta alegría que tanto ha dolido.
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