En época estival, ser de El Zapillo siempre llevó consigo las horas de playa con baños interminables y dedos arrugados, con hoyos profundos hasta dar con agua, con carreras en el espigón para tirarte una púa, con bolas de arena húmeda espolvoreadas de seca para lanzarlas, con bocadillos de sobrasada derretida por el calor, con risas al ser revolcado por el poniente en un mar alborotado, con desánimo al ver caer los castillos de arena por la llegada del encaje del rompeolas o el pie de un descuidado, pero con la esperanza y la ilusión puestas en el día siguiente para volver a proyectarlos.
Ser de El Zapillo implica una forma de vivir, de sentir, de pensar, de querer, de disfrutar, …, de ser. Y hay quien no tolera que alguien se identifique con quien es y no tanto con el de dónde es. Por eso, los gobiernos de las derechas se niegan a que la bandera LGTBI, que reivindica el derecho a amar como se siente, pueda ondear en edificios públicos.
Quieren cavar hoyos en la arena para volver a enterrar los sentimientos de la gente, y les señalan para que se tiren en púa al oscurantismo, lanzan odio hacia las minorías a modo de bolas de arena, les comparan con pedófilos animando a que les arrollen en el rompeolas de las redes, como en el 36 machacaron a tantos que terminaron en las cunetas. Se han desinhibido, construyendo sobre la ignorancia y el odio una ideología populista.
Ojalá se extendiera a cada rincón lo que se siente junto a la orilla de la playa, el sabor del aire fresco sin contaminación, libre y sin ataduras, divisando un horizonte de mar en calma, donde vivir en armonía; pero eso está en manos de cada votante que quiera seguir construyendo castillos, no derrumbándolos.
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