Un claroscuro de la primera luna de julio se detuvo anteanoche por el parloteo de un bebé, supongo que de golondrina común, que a la hora punta de los insomnes demandaba, como cualquier pequeño lactante, su ración de insectos hecha papilla. La verdad es que por más que me he esforzado, me ha costado saber a ciencia cierta si en realidad se trataba de un cachorro de avión o golondrina comunes, descartado el vencejo, ese prodigio de ave que vive en el aíre, donde no solo se alimenta con los insectos que caza al vuelo, sino que también duerme, bebe y hasta hace el amor suspendido en el espacio. Sea cualquiera de las tres especies, aun andan mis desconfiados faros en frecuente fisgoneo con el nido que habita frente a mí casa, a ver si se clarifican las dudas. La observancia ha certificado que el polluelo llorón es un golondrino privado de visión, que boquiabierto espera a la puerta del nido su comida. Su temporal ceguera le priva de los paisajes de mi calle, donde aún transitan los gestos del campo entre los dolores de la sed y los gozos de las lluvias, donde en el pasado todavía hay campesinas que, alguna que otra vez, dibujan una estampa rural en decadencia que mi retina se resiste a olvidar: las veo caminar con paso ligero, a veces a pie de sus cansinas alpargatas, o a lomos de cualquier caballería, entre aparejos y albardas. Como amazonas o caminantes, en días como estos las encontré por las sendas de mi pueblo con sus grietas manos asidas a la empuñadura del quitasol o sombrilla.
El remoto paisaje de mi calle descubre los asombros de otros ojos, como los de la indescriptible sorpresa que causó a mi cuidadora, María del Carmen, poder ver y conocer el mar a sus noventa y tantos. Un mar calmo ante el que la nonagenaria visitante respondió con una mirada única que aún vive en mi memoria. Y es que se puede perder la vista, pero no la mirada, la del mar con ojos de niña grande, la de los ojos cerrados del golondrino, la de los asombros e impresiones del verano.
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