Hace unos días este periódico difundía una información sobre la economía almeriense que, aunque no pasó desapercibida – más de veinte mil lectores clikaron la noticia en la edición digital de La Voz, miles de lectores la pudieron leer en el periódico de papel- sí conviene detenerse en ella por su extraordinaria importancia. Seis empresas almerienses se situaban en el ranking exportador andaluz en una posición destacada.
La noticia contiene, no solo un texto, sino un contexto en el que conviene detenerse. Hasta hace apenas poco más de medio siglo la mayor exportación que salía de la provincia era la de mano de obra. Las cifras de nuestras exportaciones agrícolas o industriales de hoy son milmillonarias, pero su espectacularidad no puede inducir a ignorar que en los entornos de la mitad del siglo pasado más de ciento cincuenta mil personas abandonaron su casa, su calle y su pueblo para buscar a miles de kilómetros y en medio de la desolación del desarraigo la vida que aquí no encontraban. Esa era la realidad de entonces. Nada que ver con la realidad de ahora donde son más de 150.000 las personas que han llegado de extramuros para encontrar entre nosotros las condiciones de vida o la mejora de esa vida que en sus países de origen no encontraron ni encuentran.
Pero una vez recorrido el paisaje anterior y su extraordinaria importancia es necesario hacer un paro en el camino y ponerse a considerar otras “exportaciones” almerienses que pasan casi desapercibidas de forma injusta e injustificada.
El viernes regresaron a Almería seis personas extraordinarias. Sus nombres son Álvaro Alabarce, Sergio Climent, Gabriel Fiol, Rocío Fiol, Antonio Huete y Carmen Pérez Garrido, seis profesionales de la sanidad almeriense que durante varias semanas han llevado la vida y la esperanza a la República Centroafricana. Allí, en la región de Bagandou y en el hospital que atienden las Hermanas Combonianas han llevado a centenares de enfermos la salud y el bienestar que la pobreza les roba cada amanecer. En jornadas maratonianas han realizado cirugías en condiciones precarias, solo superadas por su contrastada y acreditada capacidad profesional; han enseñado a los médicos locales nuevas técnicas y les han ayudado a completar su formación. Y toda esa labor, todo ese trabajo sin horas y sin medida, ¿a cambio de qué? El neurólogo Curro Huete lo resumía en un wasap conmovedor: “Estas personas, con muy pocos recursos, nos enseñan que para ser feliz no hacen falta muchas cosas, quizá humanidad para mirar al corazón y a los ojos de las personas”. Qué cosas tiene la vida: un tipo que armado con un bisturí abre a una persona de arriba a abajo con la precisión, la capacidad y la responsabilidad de tener una vida en sus manos, reduce toda su extraordinaria labor en “mirar a los ojos y al corazón de las personas”, dos órganos que para él, como para el resto de quienes han participado en la expedición, no entran dentro de sus especialidades quirúrgicas o médicas. Y es aquí donde les invito a detenerse y reflexionar.
Almería es una gran exportadora. Es cierto. Pero no solo de pimientos, tomates, encimeras o tecnología. También lo somos en solidaridad. La labor de esta expedición a una de las regiones más pobres de África, como otras muchas que realizan otros profesionales sanitarios de la provincia, es un ejercicio de exportación de solidaridad y de ternura.
Como también exportamos Paz cuando centenares de legionarios de Viator vuelan hacia países lejanos donde los mínimos estándares de convivencia y paz se ven amenazados por la barbarie y la metralla.
Almería es una provincia poblada de héroes. Bajo los invernaderos cosechando los mejores productos o embutidos en batas sanitarias apresuradas por la urgencia de una intervención que puede recuperar para la vida a personas al borde del precipicio. La expedición de estos seis sanitarios es un ejemplo. Pero cada año son decenas los profesionales de los hospitales almerienses que armados con el alma de la solidaridad cruzan todas las fronteras para ir al encuentro de quienes lo necesitan. Nunca piden nada a cambio. Y no lo piden porque saben que la sonrisa recuperada de un niño vale tanto que no encontrarán nunca recompensa mayor. Esa es su recompensa, si grandeza y nuestro orgullo.
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