Pedro García Cazorla
23:33 • 21 abr. 2012
Donde los bloques de hormigón gigantes parecen dados, lanzados al azar que sirven de dique y rompiente de las olas, pues si las dejarán llegar hasta los muros del muelle, acabarían molidos como la harina, convertidos en arena negra como el destino y el tiempo. Entre aquellos huecos poliédricos vivimos, ella a la que llamaré intelecto y yo, al que conoceréis por uno.
Estuvimos muchos años viviendo en unas cuevas bajo el Castillo de San Telmo, pero ya no puedo subir hasta allí. Ella nunca se alejaba de la cueva, y pasaba todas las horas mirando el mar, Intelecto tenía la convicción que si dejaba de mirar moriría y así debería de ser, pues aquella mañana que la niebla espeso tanto parecía asfixiarse, cuando el azul no rebosó sus pupilas de niña triste y callada.
No fue fácil que bajara hasta aquí, así que busqué y busqué en la escollera alguna caverna desde la que siempre viera un trozo de mar. Cuando lo hube hecho la mandé llamar. Bajo y se sentó donde ahora mismo está, vio como los gatos iban de un lado para otro y aquello le dio alegría. Algunos días después siempre tenía en su regazo al gato Azafrán, un holgazán perezoso y de pelaje amarillento, que por las noches se volvía negro, pues tenía una curiosa enfermedad que le hacia creerse un camaleón y adoptar alguna de las cualidades de aquellos reptiles. No miento si os digo que hasta lo visto mudarse al azul, cuando va con Intelecto a la orilla.
Ella sólo hablaba cada mucho tiempo, para decir algo incomprensible o darme una orden que debo cumplir con urgencia. Esta misma mañana lanzó un pedernal blanco que restallo soltando chispas entre la sombras oscuras de la cueva. Despierto, ella dice que tenemos que ir hasta el faro, alguien nos espera allí.
Azafrán avanza ágil entre las aristas de los cubos de hormigón, volando ingrávido a cada salto y ella lo imita. A la par que nosotros llega un grupo de cinco personas, todos guardan el luto y la mayor de ellos, sujeta pegado a su pecho una pequeña urna fúnebre dorada, de esas que te dan con la cenizas del ser querido.
Esta mujer deja la urna a una de sus hermanas y coge un papel del bolso. Lee en voz alta, podemos oírla nosotros que estamos en la otra punta del faro. Recuerdo sus palabras: ¨Lo que soy ya ha dejado de ser, cenizas sólo cenizas, quiero que las derraméis en estas aguas que rodean al faro, pues en este lugar me besó vuestro padre y aquí brotó lo mejor de mi vida, el amor, el alma del mundo “
Arrojan las cenizas al aire y una racha de viento las lleva hasta nosotros, Intelecto relame sus labios grises como acaba de hacer el gato y dice- Ahora ya estamos los tres: Uno, Intelecto y el Alma del Mundo-.
Estuvimos muchos años viviendo en unas cuevas bajo el Castillo de San Telmo, pero ya no puedo subir hasta allí. Ella nunca se alejaba de la cueva, y pasaba todas las horas mirando el mar, Intelecto tenía la convicción que si dejaba de mirar moriría y así debería de ser, pues aquella mañana que la niebla espeso tanto parecía asfixiarse, cuando el azul no rebosó sus pupilas de niña triste y callada.
No fue fácil que bajara hasta aquí, así que busqué y busqué en la escollera alguna caverna desde la que siempre viera un trozo de mar. Cuando lo hube hecho la mandé llamar. Bajo y se sentó donde ahora mismo está, vio como los gatos iban de un lado para otro y aquello le dio alegría. Algunos días después siempre tenía en su regazo al gato Azafrán, un holgazán perezoso y de pelaje amarillento, que por las noches se volvía negro, pues tenía una curiosa enfermedad que le hacia creerse un camaleón y adoptar alguna de las cualidades de aquellos reptiles. No miento si os digo que hasta lo visto mudarse al azul, cuando va con Intelecto a la orilla.
Ella sólo hablaba cada mucho tiempo, para decir algo incomprensible o darme una orden que debo cumplir con urgencia. Esta misma mañana lanzó un pedernal blanco que restallo soltando chispas entre la sombras oscuras de la cueva. Despierto, ella dice que tenemos que ir hasta el faro, alguien nos espera allí.
Azafrán avanza ágil entre las aristas de los cubos de hormigón, volando ingrávido a cada salto y ella lo imita. A la par que nosotros llega un grupo de cinco personas, todos guardan el luto y la mayor de ellos, sujeta pegado a su pecho una pequeña urna fúnebre dorada, de esas que te dan con la cenizas del ser querido.
Esta mujer deja la urna a una de sus hermanas y coge un papel del bolso. Lee en voz alta, podemos oírla nosotros que estamos en la otra punta del faro. Recuerdo sus palabras: ¨Lo que soy ya ha dejado de ser, cenizas sólo cenizas, quiero que las derraméis en estas aguas que rodean al faro, pues en este lugar me besó vuestro padre y aquí brotó lo mejor de mi vida, el amor, el alma del mundo “
Arrojan las cenizas al aire y una racha de viento las lleva hasta nosotros, Intelecto relame sus labios grises como acaba de hacer el gato y dice- Ahora ya estamos los tres: Uno, Intelecto y el Alma del Mundo-.
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