Las auditoras suelen diferenciar en sus informes entre el valor en libros y el valor de mercado de las empresas. Lo mismo ocurre con los territorios. Qué vale turísticamente Almería, Mojácar o Roquetas; valen lo que suma el valor agregado de sus hoteles o valen algo más. Las ciudades, como las sociedades anónimas, también tienen su fondo de comercio, su marca registrada, que no es otra que la capacidad de atraer, de seducir, de emocionar a quien elige un destino para sus vacaciones, para hacer un viaje con la ilusión del que va a descubrir horizontes Todos tenemos algo de Marco Polos. El destino lo elige siempre el instinto más que la razón; el corazón más que el cerebro; el afán por lo sorprendente más que por el perogrullo.
Por eso, una leyenda verosímil, para quien quiera escucharla, es imbatible para atraer viajeros. Es lo que lleva haciendo hace mucho tiempo un pueblo sin historia como EEUU, exprimiendo hasta la extenuación su Oeste americano, sus bisontes y sus pieles rojas, es lo que hace París con su bohemia latina, es lo que hacen en los Cárpatos con el mito de Drácula, es lo que hace Verona con su Romeo y Julieta o Teruel con sus amantes. Almería quiere, pero le cuesta entrar en ese mercadeo de las leyendas como icono. Por eso, hay que felicitar a Mojácar por haberse lanzado ¡por fin! a inflamar la leyenda de Walt Disney, que es tan falsa como un duro sevillano, pero qué importa si es útil. Ahí están pintados en un mural desde ahora y para siempre el supuesto José Guirao y Mickey Mousse, Qué importa que no haya ninguna prueba rigurosa que sustente su origen mojaquero, y que el dibujante lo negara en 1957 al periodista Del Arco en La Vanguardia; qué importa que el supuesto padre tuviese 12 años en el momento de dejar embarazada a la lavandera. Lo importante es la rentabilidad de la ambigüedad. Ahí tenemos el Cortijo del Fraile, una pared derrumbada cuajada de leyenda, por la que flipan los japoneses; ahí está el Palacio del Almanzora, sin predicamento, estéril como la mujer de Abraham; ahí están los torreones medievales, sin uso (en Nueva York tendrían más caché que la Estatua de de La libertad). Habría que aprender de Adolfo Iglesias y del zumo que le ha sacado a toda la atmósfera que envuelve a John Lennon con Almería. Sin emoción no hay turismo que valga; sin énfasis, todo es más aburrido.
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