Tras un fin de semana largo -de viernes a lunes por la mañana- Pedro Sánchez compuso un Gobierno que pretende ser más político que el anterior y más sólido, si se atiende a la preparación profesional de algunos de los nombrados. Sustituir a la ministra Irene Montero por una catedrática de Derecho Constitucional valdría como ejemplo; y no es el único. Después se comprobará el resultado de los experimentos, como lo de juntar en una misma cartera Presidencia y Justicia. Pero los pesos pesados se mantienen: Calviño, Bolaños, Robles, Ribera, Yolanda Díaz, Grande Marlaska, Escrivá, etc.
Lo único cierto, de momento, es comprender que el trabajo de este gabinete se producirá en medio de una alta tensión política en la calle y en los medios, que algunos quisieran permanente, y con una teatralización excesiva que ya comenzó en la propia investidura. Y no tanto en el hemiciclo donde, charanga aparte, se escucharon algunos discursos con pasajes bien construidos (va por Núñez Feijóo, sobre todo en sus réplicas, por Aitor Esteban, veterano dialéctico, y por el propio Pedro Sánchez en su primer discurso), sino por las dos semanas de negociaciones previas tan accidentadas.
Puigdemont preparó el suspense y los golpes de efecto para ganar cuota de pantalla con mensajes para hacer creer al respetable público de que la llave de todo la tiene él; para sugerir que los de Esquerra Republicana son estrategas de segunda división y para humillar a Pedro Sánchez tanto como pudo.
El problema es lo que queda ahora en el país: legislatura incierta, manifestaciones de momento diarias, demasiada crispación, dificultades para entender que la función teatral ya terminó y una fractura que alcanza a centros de trabajo, colegios profesionales, grupos de amigos y hasta familias. Así vivió Cataluña varios años; y si no se actúa con inteligencia, así de mal vivirá España los próximos. ¿A quién le damos las gracias?
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