Compruebo, con pesar, que el anuncio de las obras de demolición de la pasarela peatonal de la estación de tren ha sido acogido con indolencia por el sanedrín de pluscuamperfectos de guardia en redes y medios. Ni una cadena de mensajes necrológicos, ni un miserable crespón negro prendido del forjado de esa simbólica obra, ni una moción del PSOE. Nada de nada.
Quizás algún exaltado piense desde el fondo de su caverna que esa inactividad se debe a que quien mete la pala ahora es el Gobierno de la Amnistía y no el Ayuntamiento tardofranquista o la Junta mataflamencos, lo que sin duda habría provocado la airada y justa reacción del sedicente mundo de la cultura, de los amigos de los baluartes éticos o de las mesas liberadas de carga sindical. En todo caso, sorprende que esa Pasarela, gloria geométrica del tránsito pedestre que tantas manchas y percances evitó a los que iban al Zapillo atravesando los vagones de mineral, no haya pasado a formar parte del catálogo de construcciones que, tras décadas de invisibilidad y ruina indiferente, adquieren un repentino valor artístico y sentimental en cuanto se anuncia su derribo. Lo vimos en la nave del Toblerone, redescubierta como la Capilla Sixtina de la Herrumbre, o en el Edificio de Correos, que de la noche a la mañana fue reasignado a la categoría de la singularidad intocable.
El noli me tangere del brutalismo. Pero no nos vengamos abajo. Olvídense por un momento de que quien tira la pasarela es el Gobierno de Puigdemont y agucemos ingenios para llevar a cabo campañas de defensa y salvación de esta joya urbana.
Propongo recogidas de firmas, funerales simbólicos, certámenes de monólogos, debates arquitectónicos o consultas populares. No permitamos que la piqueta vuelva a asolar la historia, las tradiciones y los símbolos de nuestra querida Almería. Salvemos la Pasarela de RENFE y salvemos también la nave de Patatas Salcedo, caramba, que el día menos pensado también nos la echan abajo.
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