A falta de mejores infraestructuras, los almerienses hemos acabado haciendo del disgusto un medio de transporte que nos permite recorrer los caminos del infortunio de un modo ecológico y sostenible. No hay proyecto o iniciativa que no se salude en Almería con un florido despliegue de protestas y malestares. Qué le vamos a hacer. Es nuestra manera de ser y de estar en el mundo, y no conviene melancolizarse en exceso por ello. Lo digo por la hiperventilación preventiva con la que se ha recibido la llegada del festival de música electrónica Dreambeach, que pasará a celebrarse este verano en el entorno de Retamar y El Toyo. La llegada a la capital de este acontecimiento, que anualmente atraía a decenas de miles de espectadores a las playas de Villaricos, viene a sumarse a otras citas multitudinarias como el Solazo Fest o el Cooltural Fest, lo que supone para Almería la posibilidad de convertirse en algo que el cronista cortito de sinónimos no dudaría en llamar “epicentro” de cualquier cosa, y que para cualquier espectador objetivo podría traducirse como una excelente noticia para el sector turístico almeriense. Pero estamos en Almería y, por tanto, resulta impensable acoger una novedad así con optimismo y con expectativas de creación de oportunidades para generar ingresos y actividad económica. Jamás. Y así, la primera reacción -convenientemente amplificada por los medios- ha sido la previsible en Almería: la queja. Que si el ruido, que si el desbarajuste, que si la narcodelincuencia, etcétera. No cabía esperar que algún loco viera en las decenas de miles de espectadores una oportunidad para dinamizar la actividad turística y hostelera de Almería. Así que me temo que la única manera de generar consenso periodístico y vecinal sobre las ventajas del Dreambeach sería que Málaga se lo hubiera “arebatado” (así lo dirían) a Almería. Entonces la capital de la calle Larios sería el envidiado ejemplo de lo que debería hacerse aquí. Así somos.
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