Rafael Torres
22:28 • 07 may. 2012
Podemos mirarnos en cualquier espejo, pero si nos miramos en el espejo francés, no saldremos, políticamente hablando, muy favorecidos. Hemos observado, al escuchar las declaraciones de Hollande y Sarkozy tras la confirmación de los resultados electorales del domingo, que hay sitios donde los políticos saben ganar y saben perder, respetan al adversario y expresan una sumisión natural al dictamen de los ciudadanos. Mientras los candidatos franceses despachaban caballerosa y educadamente sus respectivos y recién estrenados papeles de ganador y perdedor, María Dolores de Cospedal llamaba al PSOE, sin nombrarlo pero aludiendo a él nítidamente, "vil" y "miserable" por un quítame allá ese consenso sobre no sé qué.
Si nos miramos en el espejo francés, en política pero también en algunas otras cosas, la imagen que nos devuelva será muy distinta de la que en él proyectamos (en el fondo, los espejos siempre hacen eso, son ventanas más que otra cosa), pero si ponemos delante de ese espejo los sondeos preelectorales y a pie de urna, la imagen que recibiremos no será distinta, sino distintísima: los sondeos franceses aciertan, clavan los resultados con un margen de error de muy pocas décimas. Igualito que los nuestros. Tanto es así, que bastó que saliera el de la televisión pública, para que todo el mundo, incluidos los candidatos, los dieran por definitivos y oficiales, pese a la escasa diferencia porcentual entre uno y otro. Esto de los sondeos proyectados sobre el espejo francés nos devuelve una imagen cierta e incontestable: aquí, nos los inventamos. Y, encima, la gente a la que preguntan sobre su voto, miente. La pena es que los espejos, pese a su abundante uso en camerinos y salones de belleza, poco tienen que ver con la apariencia y sus cosméticos. Enseñan el interior de las cosas, y en éste caso muestran la menesterosidad de nuestra democracia.
Si nos miramos en el espejo francés, en política pero también en algunas otras cosas, la imagen que nos devuelva será muy distinta de la que en él proyectamos (en el fondo, los espejos siempre hacen eso, son ventanas más que otra cosa), pero si ponemos delante de ese espejo los sondeos preelectorales y a pie de urna, la imagen que recibiremos no será distinta, sino distintísima: los sondeos franceses aciertan, clavan los resultados con un margen de error de muy pocas décimas. Igualito que los nuestros. Tanto es así, que bastó que saliera el de la televisión pública, para que todo el mundo, incluidos los candidatos, los dieran por definitivos y oficiales, pese a la escasa diferencia porcentual entre uno y otro. Esto de los sondeos proyectados sobre el espejo francés nos devuelve una imagen cierta e incontestable: aquí, nos los inventamos. Y, encima, la gente a la que preguntan sobre su voto, miente. La pena es que los espejos, pese a su abundante uso en camerinos y salones de belleza, poco tienen que ver con la apariencia y sus cosméticos. Enseñan el interior de las cosas, y en éste caso muestran la menesterosidad de nuestra democracia.
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