Cinco encinas crecen en mi balcón. Me regalaron nueve bellotas de la Peana de Serón y las planté. Había perdido la esperanza, tanto es así, que pensaba retirar los maceteros, reconocer el fracaso, y pasar página. Pero tiene la vida esas casualidades que te hacen dudar de la existencia de fuerzas cósmicas que dirigen nuestras vidas.
Con la desazón de ver de nuevo la Sierra de Gádor arder, y de saber que siempre volvemos a la foto fácil y el chequecito limpia caras y tapabocas de urgencia y compromiso, llegué a casa. Sin saber por qué, fui a mirar las encinas que sabía perdidas. Curiosamente, el día que más las necesitaba, los retoños de la encina milenaria, comenzaban a mostrarse.
Vinieron a insuflarme el aire que necesitaba, la palmadita en la espalda, el susurro de ánimo. Esas primeras hojas borraron de mi mente las decisiones partidistas e inútiles que nos llevan al desastre y volví a centrarme en el empuje de la gente pequeña que, haciendo cosas pequeñas y constantes, cambia el mundo.
Comí pensando en el jardín canalero, en las reforestaciones planeadas para esta semana por grupos que insisten en sus proyectos, como la bandeja de árboles que plantaron los amigos de Oria Verde, las cuatro convocatorias que lleva el Grupo Ecologista Andarax en Alhama y que reforzarán este próximo domingo, a los Cantacucos de Instinción que han vuelto a regar y seguir regenerando el entorno del Cerro de la Cruz, el AMPA de Félix y Enix, el proyecto de Serbal, o el del CEIP Federico García Lorca de Las Cabañuelas que vuelven a recordarle a la población de Vícar, que sin el bosque de la Sierra de Gádor no podremos recuperar los acuíferos que riegan nuestras hortalizas.
Lo que aprendí de las cinco encinas es que debería dejar de leer la prensa, olvidarme de los que no quieren escuchar, no meterme donde no me llaman y centrarme en plantar las pocas semillas que pueda. A ver si esta vez les hago caso.
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