Hay esta semana pasada demasiados temas, muchas noticias interesantes de las que podría escribir y opinar. Está Putin, pero no me gusta repetirme. Ya escribí hace dos años bajo el título ‘¿Enseñar la guerra?’, que nuestro futuro en paz se lucha en Ucrania. A las montañas de solidaridad española les ha seguido la árida tundra del olvido. Al dictador ruso se le ve salivar Novichok mientras aquí seguimos viviendo en fantasías varias. Media Europa conciencia a su población sobre la guerra mientras que aquí nos refugiaremos en nuestra anual y ficticia nube de incienso.
Tan previsible como el ex agente de la KGB es su delegado en Cataluña, Puigdemont. Su beneficioso borrado penal ya está en trámite parlamentario, -amnistía se parece a amnesia-. Pese a que todo español con oído ha escuchado que los independentistas van de cara y anuncian, Sánchez y sus fieles insisten en eso de la reconciliación. Ni Chamberlain se atrevió a tanto. ‘Plas’, ya tiene el siguiente chantaje sobre la mesa: soberanía fiscal y referéndum. ¡Se admiten apuestas tras las elecciones catalanas! Estos dos temas aluden a la previsibilidad.
Pero en realidad la vida está empapada de lo contrario. Estás en una esquina y un coche conducido por un desalmado te aplasta en un segundo. Lo llamamos mala suerte por racionalizarlo. Igual que si te ha tocado parar o trabajar en un control de carretera. Si la vida fue producto del azar, podría ser normal que acabara por azar, aunque lo disfracemos de diablo. ¿Era previsible el cruel crimen de Alboloduy? Elisa y Larisa murieron sin conocer apenas esta vida azarosa. Y nosotros seguimos engañándonos, racionalizando con falsas teorias, ampulosas y rentables, jugando a que sabemos controlar lo incontrolable.
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