El presidente Adolfo Suárez, el piloto de la Transición, es invocado estos días en entrevistas y tertulias a propósito del décimo aniversario de su muerte física. Cerebralmente falleció más de una década antes. Hoy tendría 92 años. Y si resucitara, lo más probable es que se echara a llorar ante lo que está sucediendo y no tiene visos de detenerse: la fractura política y el clima detestable que afecta incluso a los dos grandes partidos, PSOE y PP, que fueron los pilares sobre los que se edificó el sistema democrático post dictadura. Tanto sacrificio de tantas personas y del propio Suárez, cuya enfermedad de deterioro cognitivo seguramente estuvo relacionada con las brutales tensiones soportadas durante años, sirvió para conseguir el mejor período de la historia contemporánea del país, sí, casi medio siglo; pero no para garantizar la continuidad de aquel clima de convivencia asentado en la Transición. También hay “deterioro y cambio climático” en la política española.
“Soy el primer presidente de gobierno de coalición en España”, le escuchamos decir a Suárez, “porque tengo en el gabinete a democristianos, liberales, socialdemócratas, azules y tecnócratas”. Suárez cayó por la implosión de esa amplia alianza que había servido para construir UCD, el partido que ganó las dos primeras elecciones, en el 77 y el 79. Hoy, la mayoría de gobierno se sustenta en socialistas, ex comunistas, nacionalistas e independentistas sin disimulo. Y la guinda del pastel, con siete diputados decisivos, está en manos de un personaje, Carles Puigdemont, que odia profundamente a España y que entiende que su debilitamiento máximo facilitaría la vía para la independencia de Cataluña. De Puigdemont no cabe esperar nada; ni agradecimiento por la amnistía, que tanto desgasta a Pedro Sánchez. Él mismo huyó de España tras convocar a sus consejeros en otro lugar y los dejó en la estacada. Algunos, como Oriol Junqueras, pasaron tres años en la cárcel.
Ante el deterioro del clima político, con sesiones parlamentarias cargadas de reproches gruesos, habrá que admitir que lo que está sucediendo es más dramático de lo que se reconoce. La responsabilidad de los dos grandes partidos, socialistas y populares, es máxima. Pero la trinchera cavada entre ellos les impide acordar nada para boicotearse en todo, aun a costa del incumplimiento de la Constitución, como sucede con la no renovación del Consejo del Poder Judicial. O ahora con el intento de bloquear en el Senado, lo aprobado en el Congreso.
Suárez triunfó como presidente inesperado de la Transición, desbancando a personajes como Fraga y Areilza que se daban como vencedores en aquella carrera. Pero fracasó años después en el intento de crear una fuerza política, el CDS, que pudiera aliarse con socialistas, o con populares, para formar mayorías de gobierno sin depender obligatoriamente de las exigencias de los nacionalistas en las investiduras. A punto estuvo de conseguirlo cuando obtuvo diecinueve diputados en 1986; pero la mayoría absoluta todavía suficiente de Felipe González no requirió de su apoyo. Y cuando se le necesitó de verdad, ya no estaba. Una figura conciliadora como la suya, decidida y valiente hasta el límite de lo temerario cuando hizo falta, sería una gran aportación en esta crisis que inevitablemente afecta también a los liderazgos. Sin excepción.
Las encuestas preguntan por todo, pero evitan hacerlo directamente sobre el hastío ciudadano. Sin mediciones sociológicas, solo escuchando el entorno, es posible comprobar el hartazgo de la opinión pública. Hay cansancio y decepción que afecta, incluso, a quienes tienen responsabilidades públicas. ¿Hasta dónde y hasta cuándo?
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