El epitafio o inscripción funeraria, que acompaña y complementa a la inmensa mayoría de los monumentos funerarios, ha constituido desde los tiempos de la primera manifestación escrita un mecanismo eficaz de reconocimiento de las virtudes del difunto y, en cualquier caso, un intento de perpetuar su memoria. Naturalmente la estructura, extensión y carácter del mismo guarda relación con la personalidad del difunto y las características externas del monumento erigido.
Por razones obvias, desde la antigüedad romana y hasta bien avanzada la Edad Media la lengua de uso común en estos textos epigráficos fue el latín, la lengua del Imperio y más tarde de la Iglesia. Con el nacimiento de las lenguas romances se produjo desde el S. XIV en los reinos de España una tímida aparición de inscripciones funerarias en lenguas vernáculas, casi siempre relacionadas con personas de escasa relevancia social; por el contrario, el latín continuó siendo el idioma empleado en el caso de clases sociales más cultas y pudientes.
El Renacimiento humanístico de los S. XV-XVI supuso la entronización del uso monumental del epitafio latino. Todos los personajes de poder y prestigio se afanan en dejar memoria de sus vidas y hechos, de su “cursus honorum”, en más o menos espléndidos monumentos funerarios a los que confían su memorial pervivencia. De este modo el epitafio adquiere un rango superior, adecuándose a la mayor o menor magnificencia del monumento en sí, y constituyéndose en complemento y acompañante imprescindible que debe adaptarse al monumento en que se inserta. Semejante salto cualitativo se materializa en el carácter artístico y literario de muchos de los epitafios de estos siglos.
Como es bien sabido, desde la primera antigüedad cristiana y hasta épocas relativamente recientes, los lugares de enterramiento estaban estrechamente vinculados al emplazamiento de las iglesias y a sus interiores, por lo que nada es de extrañar que la mayoría de los monumentos funerarios de los personajes de mayor relevancia se levantaran en ellas en forma de capillas o en lugares destacados del suelo o de sus claustros.
En la ciudad de Almería, la ausencia de grandes familias aristocráticas, junto al empobrecimiento generalizado y despoblamiento del S. XVI, ha reducido a la mínima expresión la existencia de este tipo de monumentos, representados en los pocos ubicados en la Catedral y limitados a unas cuantas dignidades eclesiásticas, mayoritariamente obispos.
Son ocho las laudas con epitafios latinos que se han conservado en la catedral, mayoritariamente redactados en prosa, sin que falten elementos poéticos en dos de ellos, los de Villalán y Corrionero que son también, precisamente, los que se redactaron sobre túmulos alzados, aunque el segundo de ellos “por molestar al culto” fue allanado en 1780.
La mayoría de estas laudas episcopales ocuparon en un principio diversos espacios de la catedral, mayoritariamente próximos al altar mayor de donde con el paso del tiempo fueron trasladados a otros lugares, deslocalizadas y trasladadas al claustro donde se pueden ver actualmente. Hoy ocupan el espacio que les correspondió desde el principio, las de Villalán y Corrionero, en sus respectivas capillas, y la del Deán Ortega en el crucero de la Capilla Mayor.
El paso del tiempo, y el indiscutible abandono y maltrato de algunas, ha hecho desaparecer parte de los antiguos textos, siendo el mejor conservada con mucho el que se encuentra en el túmulo de Villalán, de una belleza paleográfica admirable. El largo y biográfico epitafio de Carrionero fue en un momento no determinado sometido a un proceso de destrucción, afortunadamente no conseguido plenamente, pero que dificulta en gran medida su lectura que con alguna dificultad he conseguido completar, pero que por razones obvias de un artículo periodístico no es posible reproducir aquí. Ambos epitafios, especialmente el segundo, ofrecen una caligrafía plagada de todo tipo de abreviaturas, “literae clausae”, “sicilici”, y otros adornos paleográficos que convierten algunos párrafos en auténticos “jeroglíficos”.
De los restantes epitafios merecen la pena destacar el del primer deán de la catedral Francisco de Ortega, muy desgastado y de difícil lectura, por conservar elementos a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento, como es la indicación de la fecha de su muerte en los dos sistemas cronológicos, el de la era cristiana y el de la era hispánica. El del obispo Juan García que había ejercido el profesorado en la Universidad de Alcalá coincidiendo con ilustres humanistas de orientación erasmista, y el de Luis Venegas de Figueroa concebido como un auténtico “cursus honorum” al estilo pagano. Todos ellos merecen la publicación de un estudio detallado.
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