No es por restarle emoción e importancia a las elecciones vascas, pero ya se sabía que Imanol Pradales, el pupilo peneuvista, sería el lehendakari. Lo difícil fue quitar del sillón al que estaba, porque Iñigo Urkullu se negaba a renunciar a sucederse a sí mismo, tal como le pedía su partido. Pero, demolida esa resistencia, o había una debacle en las urnas o, con el apoyo de los socialistas, se renovaba la coalición; sacara Bildu lo que sacara. “EH Bildu está subida a la ola pero el PNV es estabilidad y gestión”, insistía en el mitin de cierre de campaña. Y encima, todo ese equilibrismo, según parece, se hará sin afectar a la estabilidad de Pedro Sánchez en Moncloa, que gana oxígeno. Ambos partidos nacionalistas lo apoyan.
Tiempo atrás, lo razonable era lo catalán y el avispero estaba en Euskadi. Pero las tornas han cambiado. Los vascos se avienen ahora a pactos estables, después de superar la negra etapa interminable de dolor y desgracia con el terrorismo etarra que Bildu y su candidato se niegan todavía a condenar. Los que, contra pronóstico, se echaron al monte después, fueron los políticos catalanes. Por allí siguen muchos, después de una “década perdida”, desde que se inició el denominado “procés” hacia la independencia unilateral, tipo Kosovo.
“No se hizo nada para prever la sequía; nada sobre renovables en la producción de energía que ahora tenemos que importar y, además, somos los últimos en resultados en enseñanza, según el Informe Pisa”, machaca el candidato socialista Salvador Illa. Los gobiernos nacionalistas de la Generalitat han sido sólo campeones en propaganda y abriendo embajadas en el extranjero, con costes disparatados. Mientras, faltan recursos para necesidades acuciantes de la población.
Todas la incógnitas están abiertas a menos de veinte días de las elecciones. Illa seguramente las ganará, según todas las encuestas, pero veremos si puede gobernar. No es probable, aunque no se descarte, que se pueda renovar una mayoría independentista. Está por ver si Carles Puigdemont supera en votos al actual presidente, el republicano Pere Aragonés. Y a saber si éste, sí no tuviera más remedio, se avendría a apoyar a Illa como Presidente reeditando un tripartito; siempre que los Comunes se abrieran a un pacto como el que en su día se firmó para que gobernaran, primero Pasqual Maragall y, después, José Montilla.
Con el tablero abierto y la estabilidad del Gobierno de Madrid amenazada, Cataluña celebrará el día de Sant Jordi, día de libros -es el aniversario de la muerte de Cervantes, autor de El Quijote de la Mancha- y día de rosas. La España literaria pasará por Barcelona, antigua capital mundial de editoriales en castellano, lengua desconsiderada por los independentistas. Firmas de libros por doquier, aunque no todos los autores serán bienvenidos. En Girona, por ejemplo, no firmará en librerías, aunque su libro esté también allí, Albert Soler, periodista de dieciséis apellidos catalanes, látigo literario del presidente fugado. Su nuevo libro “Puigdemont: el retorno del Vivales”, lo firmará el autor en un bar, el mítico Cuéllar, en un barrio de Girona con población mayoritaria de andaluces y extremeños. Bajo una inmensa bandera de España y otra catalana con la leyenda “España ama a Cataluña”, el ingenio de Soler y de su editor han declarado ese bar como “Zona Franca de Libertad Literaria”. El caso, presentarle batalla a Puigdemont, que ya puso una demanda a Soler por un artículo titulado “un meublé en Waterloo”. Sin desperdicio.
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