Ante la fuerza de la naturaleza, lo inteligente, como hacen otros, es reconocer la derrota, asumir los desmanes y empezar a deconstruir el litoral. Es fácil decirlo y muy difícil hacerlo, pero insistir en los mismos errores, construyendo barreras para estabilizar nuestro rinconcito a sabiendas de que desestabilizamos el de los demás, es perder tiempo y dinero.
Lo sabemos. Por eso el pesimismo, cansancio, y frustración por no saber qué más se puede hacer, eran las sensaciones que flotaban en el paseo marítimo durante la concentración convocada por la Mesa de Trabajo por la Playa de Balerma.
Pero sobre ellas, había una más poderosa surgida de las entrañas, que se ramifica en otras muchas, y a la que nuestros dirigentes tienen verdadero pánico, porque una vez desatada, ni el corazón, ni la razón, podrán apaciguarla: la rabia de sufrir una injusticia, un agravio comparativo, y sentir que se ríen de todo un pueblo al ignorar sus peticiones, buscando soluciones insuficientes y prorrogando una y otra vez su ejecución.
La ira, al descubrir que las excusas de las leyes, la burocracia y la ciencia son la manera de justificar su inacción, incapacidad e intereses partidistas; que las bonitas palabras y las promesas son su estrategia para ganar tiempo y silenciar los gritos, para que pataleemos en casa mientras calculan hasta dónde llegará el presupuesto, y por consiguiente, qué trozos de costa, y vivencias personales sacrificarán; que sus medias verdades, confidencias, notas de prensa, y la polémica de la bandera negra, buscan dividir al pueblo, dispersar el impacto de la ola, la fuerza de la corriente que se les viene encima.
En esa disyuntiva me muevo, en la del sentido y el bien común, y la sentimental por no perder Balerma. Y mientras mi razón y mi corazón tratan de ponerse de acuerdo, la bilis de mis tripas, como la de los balermeros, brota a borbotones. Por eso, el discurso del portavoz de la Mesa de Trabajo me pareció un acertado aviso a navegantes, una llamada a la rebeldía, a un levantamiento popular que ponga contra las cuerdas a los que toman las decisiones y nos saben mansos y manejables.
Malas decisiones nos han llevado a esta encrucijada, pero también ilegalidades que callamos y, quizás, habría que tener la valentía de cometer ahora nosotros. Cien espigones ilegales resaltan entre el río Adra y Balanegra, y el alcalde de Berja y la alcaldesa pedánea en ese momento, construyeron un espigón ilegal que los obligaron a retirar en 2009, pero que sirvió para advertir de que estaban dispuestos a todo y, quién sabe, si no fue el chantaje para acelerar la declaración de urgencia y construir los espigones de 2015.
Ha llegado el momento de tomar una decisión, a vida o muerte, es ahora o nunca. O, como canta Amaral, nos tumbamos sobre lo que queda de arena a esperar que suba la marea, se lleve la playa, la Balerma pesquera, los momentos que se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, mientras cantamos el precioso himno rociero del recuerdo del abuelo; o pasamos al rock and roll, y convertimos la bandera negra en la bandera pirata, rebelde, insumisa que nos cobije y nos guíe a todos juntos, como la Libertad con el pecho al aire de Delacroix.
O mejor, mostrémosles el culo desnudo como los escoceses de Braveheart, mientras gritamos que podrán robarnos nuestra playa, pero no la libertad, o al menos, la oportunidad de luchar por ella. Si el diez de mayo los ejidenses no nos unimos y nos amotinamos, un día agacharás la cabeza cuando tus nietos pregunten por qué Balerma no tiene playa. Mejor mostrar las cicatrices de la derrota, que la falsa sonrisa del sometido.
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