Fueron los cincuenta años de migración y despegue. Fue cosa común tomar hatillo y bufanda y partir a tierras de promisión desde aquellas otras que nunca veían prosperar sus activos. Almería vio salir familias y pueblos enteros hacia tierras del norte, del Gran Norte, siguiendo la vera del mar, el curso consecuente Así, media Almería llegó a Barcelona y se dispuso a hacer lo único que podía: Trabajar a destajo. Les fue bien a los dos. Barcelona y los almerienses se beneficiaron de ello, por más que algún torpe, intencionado aldeano considere lo contrario. Una de esas familias procedía de El Ejido y era la de los García Escobar, mujer y diez hijos de Antonio, modesto y desprendido propietario de una fonda. La «Casa de Antonio García» dio de comer a toda Almería, tanto y de tal manera que supuso la quiebra y el desplome del negocio y de la economía familiar.
Manuel era de la quinta del 32 y quinto en el orden familiar, con lo que en el año 49 tenía edad para ser aprendiz de todo: Metalúrgico, ebanista, albañil…Sacaba su dinerillo, supongo que no mucho, suficiente para subsistir, e iba colaborando en la hacienda de aquella populosa y unida familia. Su primer trabajo consistió en estar asomado a la ventana de su casa del Barrio Chino y gritar a todo pulmón «¡Agua!» cuando por el fondo de la calle aparecía el municipal. Entonces, sus hermanos y demás vecinos que vendían en los portales productos de estraperlo recogían el puesto a toda prisa y subían a las pocas horas que le quedaban libres después de trabajar en una fábrica de la cosa química, donde llenó la primera botella de Mistol. Sacó adelante un Bachillerato Elemental meritísimo al igual que sus hermanos, y optó por una plaza en Correos después dé su correspondiente oposición.
La radio tuvo lo suyo que ver, como en casi todos los casos. Animado por José María Nada, se presentó a un concurso de aficionados en Radio Barcelona, concurso que debería ganar, supongo. La estaba escuchando toda la cartería de Barcelona toda la familia, todo el barrio. De allí salió convencido que lo suyo podía ser el cante español, en su más prieto y popular concepto. Llegó el debú. Vaya debut. Teatro Clavé de Mataró. Delicioso y hermosísimo teatro, hoy un cochino banco. Tuve la fortuna de vivir en esa localidad y recuerdo gratamente mis correrías de niño. Por aquel teatro. Las autoridades, léase Ayuntamiento dejaron que se viniera abajo y no pusieron ni el más mínimo empeño en su mantenimiento. Eran años en que importaba más un edificio con cristales que todo un símbolo de cultura o personalidad de un pueblo. Acabaron con aquello como con tantas otras cosas. Espero que la Historia les obligue a que se les caiga la cara de vergüenza todos los días, si es que les queda. En aquel teatro debutó Manolo por el sueldazo de 350 pesetas. Año 57, 8 de diciembre, teatro lleno de soldado. Viajaron desde Badalona en un taxi, con lo que fue más el transporte que el beneficio, pero valió la pena por cuanto supuso un punto de partida y la voluntad clara de ganarse el pan en ello. Fueron saltando de pueblo en pueblo. De la costa del Maresme a la costa Brava, de ahí a Francia, de Francia a Alemania y de Alemania a cualquier rincón donde hubiera un emigrante. Correos quedó en el recuerdo (y en la excedencia), «quien no compra zapatos no puede sacarles el brillo».
Grabó discos y animó verbenas. «Requiebro a Barcelona», «Luto Blanco», «Debajo de los olivos», fueron sus primeras grabaciones, algunas de ellas originales de su hermano Juan Gabriel, sencillo pero inspirado creador del que muchos ya quisieran tener la mitad de su gracia. Las coplas de Manolo, a su semejanza, eran coplas sin trampas, recias y tocadas por un aire irresistiblemente popular. Era de ley que gustara. Gustaba su sonrisa y apostura, su forma de decir y su forma de proceder. Gustaban las versiones que realizaba de cualquier clásico. Gustó el trasteo histórico que instrumentó con «Ni se compra ni se vende», de Monreal y Guijarro: Ni se compra, ni se vende/ el cariño verdadero. / No hay en el mundo dinero/ para comprar los quereres, / que el cariño verdadero/ ni se compra ni se vende.
Pero el pelotazo no fue ese. El trallazo a la red vino de una copla que cantaba el Príncipe Gitano y que había escrito Juan Gitano y que había escrito Juan Solano: El que había escrito Juan Solano: El «Porompompero». Creo recordar que dedicamos tiempo y tinta a la historia de esta copla en el capítulo dedicado al magnífico Enrique Vargas. El Príncipe la llevaba en un espectáculo en el que estaba contratado Manolo (y una joven llamada Rocío Jurado). El almeriense se la pidió y acabó grabándola Supongo que si usted, querido lector, no es japonés, desmemoriado o demasiado joven, sabrá lo que aconteció con la canción de marras: la cantaron hasta los grillos, los de aquí y los del Perú. Todos tarareaban aquel pegajoso estribillo que compusieron Ochaíta, Valerio e, inolvidable siempre, Juanito Solano: El trigo entre todas las flores/ ha elegido a la amapola/y yo elijo a mi Dolores/ Dolores, Lolita, Lola.
Creó compañía propia y dio más vueltas que una llave. Dale que te pegó, no dejó pueblo, pedanía ni ciudad por visitar. En todas partes era bien recibido. Enardecía (y enardece) cuanto pueblo visitara. El público de Manolo no está en las recepciones reales, en las presentaciones de perfumes, en las discusiones bursátiles, en los puertos deportivos o en las pistas de esquí. Los que gustan de Manolo son los que ponen en marcha al país, los que lo limpian, los que lo engrasan, los que lo cantan y los que lo labran. Manolo Escobar gusta a los del barrio, al que coge el autobús, al del atasco, a los que no saben inglés, a algunos de los que saben, a mi madre, al empresario, a los más. Ningún otro despierta las mismas pasiones femeninas, aún hoy, por madrazas o abuelazas que sean, ni los mismos entusiasmos, a veces un tanto inocentes, de sus nada eclécticos seguidores. El cine tuvo lo suyo que ver. La cosa empezó en el 63, rodando una película de Pedro L. Ramírez ambientada en las peleas contra la invasión francesa de 1808, titulada «Los guerrilleros», que obtuvo un éxito más que notable y provocó que Manolo rodada una película por año.
El cine de Manolo Escobar está hecho del aire de cultivo extratemprano de su pueblo, del sabor a tierra del Campo de Dalías y del aspecto de «aironfix» y formica de aquella España de los sesenta. Todas sus películas son dignas de un ciclo completo en aquellos cine-clubs donde íbamos a ver cintas pesadísimas y que nos gustaban más cuanto menos las entendíamos. Podríamos hacer un cine-forum plagado de intenso debate, donde uno podría renunciar definitivamente a su pasado o dejar correr, en cambio, lágrimas llenas de la grasa de la nostalgia. El paquete completo de películas es difícilmente exportable a occidente, pero enclavado aquí y entonces tenía su qué. Los cines estaban llenos, eso está claro. Era buena excusa para escuchar sus canciones algunas sinceramente buenas. En «Los guerrilleros» cantaba varios copiones como «Campanas de amanecer», «Coplas del trágala perro» y «Yo soy un hombre del campo». Una copla inmersa en su obra menor, quizá desconocida, es «Aquel hijo» y viene a representar el nutrido grupo de canciones que Manolo guarda en su repertorio y que están perfumadas por un suave toque de encanto.
Ya por aquel entonces gastaba Manolo un buen acopio de coplas, alguna ciertamente deliciosa: Olé con olé y olé»’, «Boda blanca», «Lola de Alba», «El último Quijote» y especialmente una canción que salió de la inspiración de Almagro y Manolo Villacañas titulada «Amapolas y espigas»: Qué bonita es la amapola/ que se cría en los trigales, / qué bonito está mi niño/ dando al viento sus cantares.
Entre Almagro y Villacañas habían creado para Manolo una serie de coplas pegadizas, populares y tiernas. Además de «¡Ay que llueve!» -» esta noche tengo cita, / cita con la morena, / quiera Dios que venga pronto, / quiera Dios que pronto venga» compusieron un brillantísimo pasodoble llamado «Espada de Luna»: En la calle morena/ donde mi niña vivía/ espada blanca de luna/ que entre los dos se tendía.
Sólo tuvo que pasar un año para que volviera a protagonizar otro filme, éste de Ramón Torrado, titulado «Mi canción es para ti»», donde cantaba otras dos canciones inexcusables «Si yo tuviera la llave» y «Los limoneros». A ésa le siguió «Un beso en el huerto», con canciones del magnífico maestro Castellanos y, a esta otra «El padre Manolo» película definitiva en la que encontrábamos a un estupendo Miguel Ligero y que estoy seguro creó tantas vocaciones como médicos el «Doctor Ganon». En aquella joya fílmica, Manolo cantaba una bella canción dedicada a su madre, a todas las madres de España por extensión, original de su hermano José María: «Madrecita María del Carmen»» Hoy le canto con mi pecho ardiente/ a la madre que me dio a mí el ser, / a esa mujer tan buena y valiente, / de inmaculada frente, ceñida de laurel.
Sigo insistiendo que hay que saber buscar en el repertorio de Manolo Escobar para encontrar copias inspiradísimas y de belleza innegable. Ni «Mi carro»» ni el «Porompompero», ni algún otro pelotazo tienen nada que ver con canciones que guardará, digo yo, para su regocijo. No está entre ellas otra canción, sevillanas esta vez, que aprendió a cantar la masa social de una forma agobiante, si me apuran: «La minifalda». Felipe Campuzano, tan irregular él, pero a veces tan brillante, le compuso este nuevo trampolín a la gloria, por si necesitaba algún otro: «No me gusta que en los toros te pongas la minifaldaaaaaa…»».
Siguió con alguna otra película y se dispuso en el 73 a grabar el cuarto capítulo de su antología. Y no fue fácil. El país estaba como estaba, la españolidad bien entendida pasaba por el prudente silencio, el plazaorientismo de nuestra política doméstica invitaba a alejarse de manifestaciones patrioteras ,se atisbaba un cambio complicado, cambio que debía producirse ineludiblemente por la biología, estaba la cosa, en fin, para todo menos para cantar algo que dijera: Entre flores, fandanguillos y alegrías/ nació mi España, la tierra del amor./ Sólo Dios pudiera hacer tanta belleza/ y es imposible que pueda haber dos. «Y viva España» se convirtió, en una época de poco cariño a los himnos, en todo un himno paralelo, amorcillado de españolidad costera y distribuido por todo confín. Se hizo cantinela habitual en los labios de toda alemana y danesa que luciera su tripa al sol de cualquier playa española. Ningún hijo de la Gran Bretaña que anduviera por estos lares desconocía la letra al completo, aunque no tuviera repajolera idea de castellano. Todos los belgas que vinieron a comprar helados y flotadores volvieron a su país canturreando esta copia y utilizándola de despedida en los andenes. Todos los holandeses en trance de deshidratación sabían que aquella copia la habían compuesto dos compatriotas suyos llamados Caerts y Rozenstraten y que se habían quedado tan a gusto. El pueblo español superó una de las más duras pruebas a la que ha sido sometido en su historia. No había metro cuadrado en las costas españolas donde no hubiera cuatro centroeuropeos coloradísimos, embotellados en cerveza caliente, dispuestos a cantar a pleno pulmón el estribillo de aquella copla que tanto loaba a España y su circunstancia. Manolo no lo vio claro en un primer momento. Supongo que se lo pensó y acabó grabando la canción. No creo que se arrepintiera. Ha sido uno de los éxitos más arrolladores de los últimos años.
Por un elemental sentido de la síntesis, me van a permitir obviar el total de sus filmes. Manolo siguió rodando películas y más películas hasta 1981, en que ante Dios y ante la Historia rodó la última: «Todo es posible en Granada»», de Rafael Romero Marchent, Confórmense con este dato y pasemos a otras consideraciones.
Es un hombre que, como él confesó, duerme tranquilo todas las noches, que ya es. Le gustan las rancheras de Jorge Negrete, los miembros de Pérez Prado y las arias de Kraus. Le llega más Albéniz que Falla y digo yo que odiará los pantalones vaqueros. Es un apasionado de las artes plásticas, que señala a Goya como el más grande y que tiene su casa convertida en una continuación de la del barón Thyssen. No sé si ha dado a sí mismo, lo que le ha permitido conocerse bien y saber dónde limitan sus posibles. Dicen que juega bien al mus y que algún verano ha sido visto nadando. No sé si es inteligente pero sé que es lo suficientemente bueno como para lo que se debe a él mismo, agradecérselo a todos los demás, a los suyos, a la vieja fonda de su padre, a los soldados de su debut, a los que imitaba, al Barça al «Porompompero», a su madre María del Carmen y a la tierra, siempre la tierra, que, a la larga, es lo que nos queda.
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