“No sabemos nada, ni siquiera cuánto tiempo estaremos en la cárcel”, afirmó Oriol Junqueras en un paseo por Barcelona el 8 de mayo de 2017. Faltaban casi cinco meses para el referéndum del 1 de octubre. Acababa de entrevistarlo para la serie “40 años de democracia”, encargada por Canal Historia. Me alarmó aquella declaración en privado -hay imágenes del paseo pero íbamos ya sin micrófono- y le pedí aclaración: “Nosotros tenemos que hacer algo fuerte y el Estado responderá violentamente”. Lo tenía muy claro.
Se lo comenté a Olga Viza y a Durán Lleida, los siguientes entrevistados, y les impactó aquel presagio, que medio año después se haría realidad.
La noche del 25 de octubre, después del referéndum y de la declaración de independencia que duró ocho segundos, Carles Puigdemont convocó un consejo de gobierno ampliado, con más de 20 personas (Lluís Llach entre ellas), para decidir si convocaba elecciones, o no, antes de que Mariano Rajoy aplicara el artículo 155 de la Constitución interviniendo la autonomía. La reunión, dramática, en la que Marta Rovira perdió los nervios, terminó muy de madrugada. Puigdemont anunció que convocaría al día siguiente. El entonces conseller Santi Vila me llamó a primera hora del 26 para que transmitiera esa noticia a las tres personas a las que habitualmente pasaba información, actuando yo como puente, con ánimo conciliador. María Dolores de Cospedal, poco convencida, se lo comunicaría enseguida a Rajoy. Pedro Sánchez fue muy claro: “Si convoca elecciones, no apoyaremos en el Senado el 155. Rajoy tiene mayoría absoluta, pero sin nosotros no lo hará. Si no convoca, el 155 irá adelante y mis senadores votarán afirmativamente por responsabilidad institucional”. El tercer receptor de la información, Albert Rivera, fue más crudo: “Puigdemont no convocará, aunque lo asegure, porque es un mentiroso”. Lo clavaron. No convocó. Al día siguiente, el Senado aprobó la intervención. Y dos días después huyó a Bruselas.
Esos son los antecedentes. De un lado, Oriol Junqueras, tan ultra católico como ultra nacionalista, ya se preparaba mentalmente para la cárcel, al menos medio año antes. Quizás pensaba que serían solo cuatro meses, pero fueron casi cuatro años; hasta que Sánchez lo indultó. Se asegura que salió muy tocado emocionalmente. Ahora, su delegado en la Generalitat, Pere Aragonés, se retira tras la debacle electoral: poco líder, mal gestor y convocatoria precipitada. Anuncia su retirada también, tras el Congreso de Esquerra Republicana, Marta Rovira, huida a Suiza. Y Junqueras, todo un enigma, deja temporalmente la presidencia de ERC esperando que la militancia lo restituya. Ya se verá.
Enfrente sigue Puigdemont, aparentemente fresco. Castiga más la cárcel que Waterloo. Anunció que volvería; pero no volverá hasta que la amnistía esté aprobada, publicada y admitida, aunque a regañadientes, por el Poder Judicial. Perdieron la apuesta quienes creían que el último día de la campaña daría el campanazo y se dejaría detener. “Si acude al entierro de su madre, arrasa”, concede un cargo del PP catalán. Su misterio es su asesor, el abogado Gonzalo Boyé, condenado por colaboración con ETA. Amaga con presentarse a la investidura, pero necesitaría los votos de Esquerra y la CUP, más la abstención socialista. Pedro Sánchez le recomienda que “vuelva a la realidad”. O sea, no. Hasta los Presupuestos del 2025, Sánchez no puede ser estrangulado por Puigdemont. Faltan solo meses, pero es un tiempo precioso.
De momento, la batalla argumental gira sobre si el “procés” de independencia está, de momento, archivado. Para Ila, Sánchez y Esquerra, sí. Para Puigdemont y Núñez Feijóo, no. Ambos lo necesitan vivo. Próxima estación, elecciones europeas.
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