Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos? Y si nos agravian, ¿no debemos vengarnos? A finales del S. XVI, Shakespeare mostraba en el personaje del judío Shylock las reacciones naturales al hartazgo. Y sigue siendo comprensible el cabreo del viejo mercader veneciano: le han birlado una pasta, su hija se ha fugado con un cristiano chungo y además lleva años aguantando que le pongan a parir por el mero hecho de ser judío. Y el hombre estalla, echando leche por un colmillo. He pensado en esto al ver a políticos fingiendo malestar por el presunto maltrato que sufren o aparentando indignación moral por el comportamiento de sus rivales. Creo que no merece la pena insistir en la desproporcionada reacción del gobierno socialista a las palabras del atrabiliario presidente argentino sobre la investigada esposa de Pedro Sánchez. Ni doña Begoña representa la dignidad y la soberanía de España, ni su enamorado marido es la democracia con camisa entallada. No es más que una nueva sobreactuación de quienes han criminalizado teatralmente la discrepancia y sufren severas dificultades para sobrevivir fuera de un escenario de acatamiento y aclamación. Y luego están los que, dentro del mismo PSOE, olvidan su propia memoria histórica y escenifican grandes soponcios éticos para intentar pillar foco. Acabamos de ver a la portavoz municipal, Adriana Valverde, exigiendo dimisiones con la severidad de una coronela del Ejército de Salvación por el caso del famoso anuncio del Ayuntamiento publicado por error. Pero por mucho que ahora hiperventile, no podemos olvidar que ella, firme defensora del feminismo de agrupación, fue la que más defendió y exoneró a su compañero Indalecio Gutiérrez cuando éste apareció en la trama del conseguidor Tito Berni y sus cuchipandas de harén. Ahí no hubo repulsa, ni bochorno, ni asco. Por eso digo que ya está bien de cuentos, caramba. Dejemos el teatro para los que saben escribirlo.
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