Durante los lejanos años de mi juventud, estaba de moda considerar a los países escandinavos, especialmente a Suecia, como el paradigma de una sociedad occidental moderna.
De los suecos se admiraba prácticamente todo, desde su magnífico estado de bienestar, a su alto nivel de progreso, pasando por la solidez de sus instituciones. Para los españolitos que nos esforzábamos por posicionarnos como un país democrático occidental de pleno derecho, aquella sociedad nos parecía un faro que iluminaba el camino.
Sin embargo, casi cuarenta años después, tengo que confesar que yo me unía al coro general de admiración con la boca pequeña, porque en mi interior albergaba algunas dudas que casi no me atrevía a verbalizar. El motivo de mis cavilaciones fue la lectura de la obra de Enrico Altavilla titulada Suecia, Infierno y Paraíso.
En aquel librito, el periodista italiano afincado en el país escandinavo cumplía con la función social de los escritores y daba cuenta de cómo, junto a las innegables bondades de aquella sociedad, había una serie de puntos oscuros que no es el momento de describir. Únicamente detallaré, porque me llamó entonces la atención y posteriormente se ha confirmado de manera rotunda, la denuncia que hacía Altavilla sobre si la laxitud que mostraban las autoridades suecas sobre que los conatos de actuación violenta de bandas armadas podrían traer serias consecuencias en un futuro cercano.
Ese fue el primer aldabonazo que me llamó la atención, por lo que cuando a partir de la década de los 90 del pasado siglo, se fue consolidando un estilo literario escandinavo conocido como el noir nórdico, que revelaba una profunda tensión entre una superficie social aparentemente tranquila y unos cimientos en los que predominan la violencia y el crimen, para mí no fue ninguna novedad.
Y tampoco me coge ya por sorpresa que en la última década Suecia se haya convertido en un país que prácticamente se declara incapaz de contener el crimen organizado y la violencia asociada, hasta el punto de que las insoportables estadísticas de actos violentos protagonizados por bandas armadas hayan llevado a las autoridades a plantearse la posibilidad de llamar a las Fuerzas Armadas para que contribuyan en tareas de seguridad ciudadana. En mi ignorancia, yo creo que merece una reflexión serena plantearse los motivos que han llevado a uno de los países más desarrollados de Europa a convertirse en prácticamente un estado fallido incapaz de garantizar la seguridad pública.
Por ese motivo, el libro de Altavilla no se me va de la cabeza cuando contemplo el entorno en esta Almería que me rodea cada día. Porque, si bien es cierto que todavía no estamos al nivel de otras zonas del litoral sur español, donde los ajustes de cuentas son el pan nuestro de cada día, o donde se asesina a agentes de la autoridad a sangre fría y con impunidad aparente, lo cierto es que la cosa no pinta bien.
Por mucho que desde las instituciones nos estén bombardeando con la idea de que aquí todo va como la seda, que quien no es feliz es porque no quiere (supongo que hacen esas encuestas el sábado al mediodía en las terrazas del Paseo Marítimo, porque si la hubieran hecho cualquier día laborable en hora punta en el entorno de la Estación Intermodal, precisamente felicidad no es lo que hubieran detectado) y que el asunto está controlado, por desgracia hace ya mucho tiempo que no cuela ese mensaje oficial, de que tenemos la suerte de vivir en una evocación del Mundo Feliz de Huxley.
No es solo que se sucedan las denuncias de las organizaciones de agentes de los cuerpos de seguridad del Estado o de familiares que han perdido sus hijos por la actuación de las organizaciones criminales que se mueven en el mundo del tráfico de droga, de personas, o de ambos. Lo cierto es que hoy en día solo hay que vivir en cualquier lugar de la costa de Almería y tener ojos en la cara para ver los signos de la actividad de estas organizaciones las cuales, superada ya la fase de pasearse por la playa en narcolancha, cada día muestran una actitud social más impúdica.
Soy muy consciente de que con toda seguridad no sirva para nada, pero me acuerdo de Altavilla a la hora de decir que quizás Almería todavía sea un paraíso, pero también apunta hacia un posible descenso acelerado a los infiernos.
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