Teníamos pocos problemas: cinco millones y medio de parados, recesión para dos años, una deuda astronómica, una prima de riesgo estratosférica y un déficit que nos acogota y en eso, parieron los nacionalistas. Resulta que unos cuantos diputados, no se sabe si más independentistas que ociosos, en un arrebato de infantilismo van e incitan a los hinchas que tienen intención de asistir a la final de la Copa del Rey entre el Barça y el Athletic de Bilbao a que “reivindiquen la oficialidad de las selecciones catalana y vasca”, indicando que la mejor forma de hacerse oír sería una pitada cuando suenen las notas del himno nacional de España.
Si no fuera porque en el caso del nacionalismo vasco, a lo largo de últimos cuarenta años, las pulsiones “identitarias” desembocaron en el crimen como instrumento para allegar fines políticos, este tipo de proclamas no pasarían de ser un apunte de color perdido entre los párrafos de una gacetilla deportiva. Los desplantes de los dirigentes de los partidos nacionalistas contrarios a la Constitución forman parte del paisaje español. Uno más, carecería de importancia.
Pero es el caso que en esta ocasión quienes pretenden convertir un partido de fútbol en un acto político abren las puertas a lo desconocido. Un estadio lleno puede reaccionar de manera imprevisible. Si la cosa se tensa, separatistas y quienes no lo son podrían llegar a mayores. Tengo para mí que frente a un escenario como éste, sería deseable que los jugadores más significados y carismáticos de los respectivos equipos -estoy pensando en Puyol por el Barça y en Llorente por el Athletic-, deberían llamar a la calma. A la sensatez. A disfrutar de lo que no debería ser otra cosa que un gran partido de fútbol. No un encuentro político de alto riesgo.
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