El toro de Osborne que luce su astado en un terraplén de Rioja resulta que está catalogado como Bien de Interés Cultural (BIC) pero la Estación de Ferrocarril de Almería, un milagro de la ingeniería del hierro de hace 130 años, no. El francés Laurent Farge, verosímil discípulo de Eiffel, el de la torre, diseñó este ingenio que se ha convertido en uno de los iconos más genuinos de la ciudad y más querido por los almerienses por lo que de valor sentimental contiene.
Ahora que acaba de reabrir su espacio al público para vender tikets, tras 24 años cerrada a cal y canto, desde que se inauguró la Intermodal, conviene recordar que desde aquella tarde en que otro toro mató a Paquirri, la Consejería de Cultura, dirigida entonces por Javier Torres Vela, abrió un expediente con el código 51-0011414 en un despacho del sevillano Palacio de Altamira. Llevaba por título “Incoación Declaración BIC de la Estación de Renfe de Almería. Categoría, monumento”. El funcionario que lo informó en 1985 estará ya jubilado o en un cementerio, pero el expediente administrativo BIC, que incoó probablemente también con un bolígrafo BIC -aún no había ordenadores- sigue ahí, sin cerrarse y en el mismo cajón que lo dejó 39 años después. En ese momento se pensaba, en virtud de la nueva Ley de Patrimonio de 1985, que el edificio historicista de la vieja Estación pasaría a tener un estatus de Monumento, como la Catedral o el antiguo Casino. Pero encalló, como solo encallan los grandes buques, y ahí sigue esa Declaración de Bien de Interés Cultural encallada y callada.
No es que nuestra vieja Estación de Ferrocarril -no hace falta ser Gaudí para admirarla- vaya a ser más importante -es colosal sin vitola alguna- con la declaración BIC, pero resulta al menos sorprendente y chocante que un viejo cortijo, un fachada con cuatro gárgolas o una acequia de riego tengan marchamo de Bien Cultural sin dificultad y la Estación capitalina acumule cuatro décadas de espera.
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