Lo que nadie ha contado de los fundadores de Cajamar, Cosentino y Hoteles Playa

Carta del director

Arriba, Juan del Águila, Paco Cosentino, José María Rossell. Abajo, Juan Cano y Pepe Martínez.
Arriba, Juan del Águila, Paco Cosentino, José María Rossell. Abajo, Juan Cano y Pepe Martínez. La Voz
Pedro Manuel de La Cruz
20:41 • 27 jul. 2024

Si tuviese que elegir un estilo literario para contar la historia de Almería en los últimos sesenta años, optaría sin duda por el realismo mágico. Derrotar la maldición de mil años de soledad y olvido fue una quimera al alcance solo de soñadores sin remedio. Las cinco historias humanas que nadie ha contado y que van a leer son una pincelada reveladora de cinco personalidades que un día decidieron cambiar el destino a que la falta de recursos les condenaba sin darse cuenta de que, con una osadía cercana al delirio, no solo estaban cambiando sus vidas, sino las de miles de almerienses y, en definitiva, el rumbo de la provincia. Juan del Águila, Juan Cano, Paco Cosentino, Pepe Martínez Portero y José María Rossell forman parte de un escuadrón de emprendedores que, partiendo de la nada, han escalado a la cima del éxito compartido. En el origen de sus trayectorias de emprendimiento no hay ni herencias, ni privilegiada posición social, ni favores pretéritos pasados al cobro. El único apoyo con el que contaron fue el de la inteligencia y la única arma con la que recorrieron y recorren el camino ha sido la del esfuerzo. No han hecho magia. Han hecho algo mucho más difícil: han hecho realidad lo que, cuando iniciaron el camino, era una quimera cercana a la locura.



Juan del Aguila, el banquero que puso Almería en el Top Ten financiero español europeo



Hacía un frío del demonio aquella mañana de diciembre de 1973 en Los Vélez. El reloj circular de la oficina acababa de alcanzar las 8,30 cuando alguien traspasó el umbral de la puerta de la Rural en el número 8 de la calle Joaquín Carrasco de Vélez Rubio.



-Buenos días, ¿está Pepe Soto?



- Acaba de salir, volverá pronto; dígame en qué le puedo ayudar.



Aquel tipo era el primer cliente del día y al adolescente que le ofreció su ayuda desde la otra parte del mostrador solo le llamó la atención la ropa y el sombrero tirolés verde con una pluma adosada en el costado que delataban una mañana de caza. “Tiene cara de buena persona”, pensó el niño.



Pasaron algunos minutos y el chico le ofreció combatir el frío y la incomodidad de la espera en el despacho del director, al lado de una estufa catalítica de butano. El cazador agradeció el gesto, pero lo declinó. Mejor me quedo aquí fuera, le dijo.



Sentado en un banco de madera arrinconado en uno de los laterales de la oficina, el cazador aprovechó el tiempo que a aquel chico le quedó libre después de atender a dos clientes, en interesarse por cómo era la vida en el pueblo, cómo era la gente de allí, a qué dedicaban su tiempo… en fin, las preguntas rutinarias que alguien hace cuando intenta romper la incomodidad del silencio. Aunque no era romper el silencio lo que motivaba tanta pregunta. Era conocer cómo era aquel adolescente y saber más de aquella comarca. El cazador no era de los que le gustaba perder el tiempo.


Pasadas las nueve de la mañana, Pepe Soto llegó a la oficina. “Hombre Juan, no te esperaba tan temprano”. Tras el abrazo, el director de la oficina se dirigió al chico que había entretenido la espera y le presentó al visitante. José Luis- le dijo- este es Juan del Águila, director general de la Caja. Al chico se le vino el mundo encima. -Por Dios, ¿por qué no me lo ha dicho y yo le hubiera atendido como se merece? -. No, no, no te preocupes. No te lo he dicho- le justificó- porque hubieras estado pendiente de mí, y no hubieras atendido a los dos clientes que han llegado con la diligencia y la eficacia con que lo has hecho.


Después de aquella jornada de caza Juan del Águila continuó la misión en la que ya llevaba implicado varios años y que acabó convirtiéndolo en un santo laico que iba de pueblo en pueblo -de fundación en fundación, como la santa de Ávila- abriendo oficinas de la Caja Rural en todos los pueblos de la provincia.


Si Santa Teresa fundó la orden de las Carmelitas Descalzas, Juan del águila se calzaba cada día el zapato más cómodo para recorrer hasta el último rincón de la provincia buscando recursos y clientes para lo que entonces era la quimera de un predicador iluminado y hoy es una de las principales entidades financiaras del país- Cajamar está en el Top Ten español y en la champions europea como una de las diez entidades supervisadas por el Banco Central Europeo - con más de mil oficinas en toda España (la única provincia que estaba ausente de su mapa territorial, Guipúzcoa, dejará de estarlo en los próximos meses), en las que trabajan más de seis mil empleados en su grupo financiero, un número de clientes que supera los 3,8 millones y un volumen de negocio de 90.000 millones , superando de los 60.000 millones de activo en su balance.


Don Juan del Águila- o don juan del Agua como le llamaba con cariño y con acierto Fausto Romero-ha sido quizá el único banquero que no se ha enriquecido después de haber liderado financieramente la revolución de una provincia que no hubiera sido posible sin la Caja. Y aquel niño, hijo de El Mondéjar, albañil del pueblo, y de Carmen La Chichona, que le ofreció guarecerse del frío en aquella mañana gélida de los primeros setenta llegó a ser y sigue siendo director general de la Caja y hoy es una de las señas de identidad de Cajamar después de más de cincuenta años de permanencia. Un récord de más de medio siglo cotizando en la misma empresa que muy pocos pueden ostentar a nivel nacional. Un ejemplo de cómo en Cajamar alguien que llega de botones puede ocupar un asiento en su consejo de administración.


Paco Cosentino, el hijo de Eduardo y de Eduardica la de la tienda que conquistó el mundo desde el Almanzora

Muchos años después, cuando el insomnio lo asalta en la habitación de un hotel en Miami, Nueva York, Londres o Roma, Paco recuerda el sobresalto que le alcanzó aquel mediodía en el que, como tantas otras veces, bajaba por los caminos de tierra de las canteras con la indiferencia de quien ha recorrido ese camino con la misma asiduidad que el pasillo de casa. Iba Paco recordando lo que acababa de aprender cuando, de pronto, se sobresaltó: la palanca de cambios del viejo Land Rover de su padre se había despegado y aquel trozo de hierro coronado por la madera que facilitaba las revoluciones del motor había dejado de funcionar. Fue entonces cuando se acordó de los centenares de veces que había subido y bajado por ese camino de tierra para contemplar el mármol y comprender los secretos de las canteras.


Antes de aquella tarde en el que el vértigo de lo inesperado se le vino encima, Paco ya había aprendido que, para conocer las esquinas de un negocio, es imprescindible conocer todos sus secretos. Y el mármol, tan puro, estaba lleno de ellos. Tenía entonces poco más de veinte años, la carrera de Magisterio, servicio militar cumplido como voluntario, una experiencia de docente en el barrio de El Coll en Barcelona y a Pilar, una albojense de belleza conmovedora con la que se había casado cuando él tenía 23 años y ella 17. En su viaje de novios, partiendo desde Albox en un vetusto Renault 12 del padre de Paco llegaron hasta Alicante, y pronto percibieron el poco dinero que habían reunido como regalo de boda, pese a la alegre celebración que había tenido lugar en “La Parrilla”, de Juan Pedro El Panzón y que sufragaron los padres de los novios, así que pensaron que lo mejor era pasar la luna de miel en la casa de su hermano Eduardo e Isabel en Barcelona. El hermano mayor de Paco vivía en Hospitalet


Hoy, aquel niño que se pasaba las tardes jugando en la calle Francisco Martínez con sus amigos Los patitos, junto a los que vendía los TBOs que le quitaba a Pepe, su hermano mayor, o las pipas que tostaban también para venderlas, que veía trabajar cada día de sol a su madre en la tienda de Eduardica, (así conocían a aquel colmado las vecinas y los viajantes de comercio) y que aprovechaba todas las horas necesarias para aprender del pequeño taller de mármol junto al río de Eduardo, su padre, donde había un telar de aserrado que funcionaba con arena, agua y flejes, ese niño y después joven macaelense es hoy el líder de una empresa  en la que trabajan 6.130 trabajadores y trabajadoras, factura más de mil quinientos millones al año y ha conquistado las cocinas de los cinco continentes con sus encimeras, y ahora también las fachadas de edificios con su innovador Dekton.


Eduardo y Eduardica fueron su ejemplo. Por eso los tres hermanos Martínez-Cosentino Justo crearon en honor de la madre la Fundación Eduarda Justo. Su vocación por aprender, su tenacidad ante la adversidad y su osadía para el emprendimiento son valores que nunca han abandonado a quien, en La Salle, le conocían por el Justillo.


La belleza de la sierra en la que aquel viejo Land Rover le dejó a merced de la intemperie y su inabarcable vocación por crear riqueza compartida con sus vecinos del valle que le vio nacer y crecer son las pasiones que le han convertido en un árbol cuyas ramas han llegado a más de ciento cincuenta países en los cinco continentes, pero cuyas raíces no han dejado nunca de regarse en la emoción irremediable de aquella calle de juegos infantiles, aquel mostrador donde Eduardica vendía hasta el dolor de una muela y aquella serrería en la que su padre le enseñó los secretos del mármol y sus limitaciones.  


José María Rossel, el botones que ganaba más que el director del Gran Hotel Monterrey

Era el botones más joven del Gran Hotel Monterrey de Lloret de Mar. Embutido en aquellas chaquetas y bajo aquel gorro sacados de una guardarropía ya entonces fuera del tiempo, José María nunca llegaba al trabajo a la hora que la gerencia le había asignado. Su jornada comenzaba siempre una o dos horas antes. Era el tiempo que necesitaba para desempeñar las tareas que se había impuesto para ganar un dinero que complementase su escasa nómina oficial.


Llegaba José María a las seis o las siete de la mañana a aquel hotel situado en el norte del pueblo y a cuatro kilómetros del centro y, tras vestirse con el uniforme, se subía a la bicicleta y bajaba hasta el pueblo a recoger la prensa del día.


Una mañana, mientras recorría a pedaladas los cuatro kilómetros que le separaban de la tienda donde recogía los periódicos cayó en la cuenta de que el librero no le recompensaba por sus compras. Le ofreció continuar con esa rutina, pero, a cambio, pidió una compensación económica. El librero se negó, y el botones del Gran Hotel Monterrey se fue a hablar con otro librero al que le hizo una oferta que no podía rechazar: comprar allí los diarios y las revistas. El librero vio clara la oferta: a cambio de un pequeño porcentaje vendería cada mañana un número importante de periódicos que hasta entonces no había podido vender. No perdía nada y aumentaba sus beneficios haciendo ventas hasta entonces inexistentes. La misma estrategia que también pudo en práctica con los carretes de fotos de los turistas en las tiendas de revelado. Dos ingresos extras a los que añadió un tercero de mayor cuantía. Cada noche se ofrecía a los huéspedes del hotel para lavar sus coches en un espacio perdido y sin uso del hotel. A aquella limpieza que realizaba en las horas adelantadas del amanecer, al niño Rossell se le ocurrió añadirle una capa sutil de aceite que dejaba con una brillantez desconocida aquellos SEAT que las excursiones del día anterior habían dejado impregnados de polvo y suciedad. Aquellos trabajos extras le proporcionaron tantos ingresos que en los meses de verano llegó a ganar más que el director del hotel. Era tanta su capacidad de ingresos que el director acabó despidiéndole por envidia.


Hoy, aquel botones de los años cincuenta es el mayor empresario hotelero de Andalucía, preside una sociedad, SenatorPlaya, con casi cincuenta hoteles en España y la Rivera Maya en los que trabajan más de cuatro mil trabajadores en temporada alta y nunca ha olvidado ni aquel hotel de la Costa Brava, ni el día que decidió, con su hermano Luis María, traer turistas alemanes desde la base militar de san Javier en Murcia hasta el hostal Costa Blanca, de 48 habitaciones, y la pensión Los Arcos, de 16 y en cuyo restaurante mostraban a Bonanza, el burro que le alquilaban a un gitano y con el que paseaban a los alemanes por la playa de Garrucha.


Juan Cano, el tipo al que Juan Carrión le puso cincuenta camiones a su nombre sin firmar un solo papel

Mientras se acercaba a Barcelona, el desasosiego de la incertidumbre se iba haciendo más intenso. Aquel atardecer gélido de febrero de 1987 los boletines informativos de la radio insistían con más frecuencia en la intensidad de la nevada que dificultaba transitar los 190 kilómetros que separan Barcelona de Perpiñán. Como se temían, el último parte meteorológico no dejaba espacio a la esperanza: la carrera acababa de quedar cortada. Juan no se lo pensó dos veces. Cargado de judías, cambió el rumbo y se dirigió a los talleres de Pegaso. Aparcó el camión y se dirigió a uno de los mecánicos informándole de que se había producido una avería. Miró a su primo José artero y, con la determinación de quien todavía le quedan años para llegar a los treinta, le dijo que se fueran a casa de su chacha Eugenia y que él se iría a casa de su chacho Ignacio, dos de los miles de almerienses que un día salieron de la provincia para buscarse la vida en Cataluña. La familia exiliada era el mejor aliado para unos bolsillos que no estaban ni para para una pensión en los arrabales de Barcelona.


Dos días y dos noches pasaron cobijados por la familia. Al tercero, mientras comía con su chacho Ignacio, Juan vio en el telediario que la carretera se acababa de abrir. Llamó a José y se fueron para la Pegaso. Subieron al camión al que nadie había arreglado la avería porque no la había- Juan se llevó la llave de contacto en un gesto de premeditado despiste- y reemprendieron viaje a Perpiñán. Habían conseguido su objetivo: la carga se había salvado de la helada y el precio en Francia alcanzó un nivel desconocido.


Aquel camión que Juan Cano no quiso dejar a la intemperie lo había comprado cuatro meses antes a medias con Gabriel Barranco aportando tres millones y medio de las antiguas pesetas en un crédito que le dio Francisco Alonso, el ferroga, director de la Caja Rural de Antas, sin más aval que la fotografía de la casa que acababa de hacerse y de la que no tenía ni escritura. -Tu tráeme la foto y ya me arreglaré yo-, le dijo El Ferroga. Y así fue.


De aquel camión incial a los cincuenta que Juan Carrión le puso una mañana a su nombre sin un papel firmado que avalara los 500 millones de pesetas que costaban- a un hombre honrado y cumplidor yo no le pido papeles, me sobra con tu palabra, le dijo Juan Carrión cuando le mandó los cincuenta Volvos con todos los permisos habilitados-, pasaron apenas diez años. Hoy JCano cuenta con setecientos trabajadores, el 99 por ciento fijos, que trabajan las casi 400 cabezas tractoras que recorren Europa. Y sigue teniendo la inteligencia de quien defiende los intereses de sus clientes y la honradez de un hombre de palabra, de un tipo cabal para el que la palabra dada con un apretón de manos es una sentencia de obligado cumplimiento.


Pepe Martínez Portero: de aguaor con diez años presidir a 20.000 cooperativistas

El Rubio cobró su primera nómina cuando apenas había cumplido diez años. El capataz de la brigada del ICONA que repoblaba de pinos la sierra de Abrucena lo contrató como pinche para llevar de un lado para otro del tajo el pitorro que aliviaba la sed de los mayores. Le duró poco aquel trabajo. Cuando llegó el primer sábado, el capataz le advirtió: -cuando llegue el ingeniero y te llame- le dijo-te subes a una piedra y, si te pregunta qué edad tienes, le dices que 14 años.

Llegó el sábado y el rubio se situó en la fila de cobro. Cuando le llegó su turno se subió encima de una piedra que el capataz había situado estratégicamente debajo de la ventana de la caravana desde la que el ingeniero iba pagando uno a uno a los trabajadores. -Niño, ¿tú que edad tienes? -14 años señor, le respondió. El ingeniero adelantó la cabeza, traspasó el borde del ventanuco, lo miró de arriba a abajo y le dijo: -pues si tienes catorce años, vete a la escuela


El lunes siguiente el rubio estaba guardando las cabras que tenían sus padres y Ramón, su hermano mayor, ocupaba el puesto con el cántaro en el tajo. Antes ya había entregado a sus padres las más de seiscientas pesetas que había cobrado por los primeros seis días de trabajo de su vida


Dos años después, tras el regreso de su padre de la campaña de la manzana en Francia, y de la marcha de su hermano a trabajar a los invernaderos de El Ejido, Joaquín y Cristina, sus padres, decidieron trasladarse a la capital ante el riesgo de que ks familia se dispersara. La mañana que El rubio se fue con su padre hasta Almería solo llevaban como ajuar la emoción contenida de la nostalgia, una olla y dos cucharas.


En Barranco Hondo le esperaba una pequeña finca que la familia había comprado con los escasos ahorros que pudieron reunir, la venta de algunas propiedades y el crédito que le concedió al 18 por ciento la Caja Rural, a la que no han dejado de estar agradecidos ni un solo día desde entonces por el apoyo que le prestaron a un interés en aquellos años habitual y sin mirar el alto riesgo que contraían.


Han pasado cincuenta años de aquel sábado de cobro y hoy aquel niño que se subió a una piedra para parecer mayor preside Unica Group, una cooperativa de segundo grado en la que están integrados casi veinte mil cooperativistas de toda España, y una empresa, Casur, con casi mil trabajadores y cuyas facturaciones se acercan a los seiscientos millones de euros.


Al adulto José Martinez Portero todavía se le nublan los ojos cuando mira hacia atrás y regresa a su casa de Abrucena y a aquella sierra en la que durante una semana sus vecinos le cambiaron el apuro de El Rubio por el de aguaor


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