Debió ser por casualidad. No sé con exactitud por qué me dejé llevar tras los pasos del escolano, tal vez debía ayudarle a efectuar el cambio de algunas lámparas del celestial camerino embovedado. Unos metros antes de enfilar las restauradas escaleras de acceso a los desvanes de la basílica los hilos de la memoria se entrecruzaron como las viejas cuerdas de esparto y me despertaron paisajes pretéritos. Sobre la vetusta pared de sacristía colgaba el ancho marco que encerraba la reproducción fiel de una de las más exquisitas inmaculadas de Murillo.
La imagen viajó vertiginosamente conmigo a aquella escuela parroquial ubicada en la frustrada casa de beneficencia, con posterioridad casa del cura , que estaba edificada con todos los rasgos del nacional catolicismo, pero en la que asistimos expectantes a la creación de mundo, en donde descubrimos nuestros retratos y aprendimos a llamar las cosas por su nombre en ese increíble proceso que se produce reiteradamente durante los primeros años de cada hijo de vecino. Entre la corona de rendidos querubines se me antojaba ver la imprecisa relación de nombres de los compañeros de pupitre, aquellos hijos del pueblo que dejaban su ayuda doméstica y su colaboración en diversas tareas del campo o de la ganadería para acudir a las clases de don Antonio Azor y aprender, por ejemplo, que España empieza en los Pirineos.
Superada la veintena de escalones rojos de terrazo, apenas me había repuesto del inevitable viaje a mis años de infancia cuando entre enseres y ornamentos mis ojos parpadearon incrédulos. Allí estaba el añejo sillón de enea, sencillo pero ilustrado, que usara nuestro desaparecido maestro en sus interminables horas de clase. Tamizado de polvo, pero intacto, sobre aquellos brazos barnizados adiviné la enjuta figura del docente envuelta en un gris guardapolvos, quien tanto empeño apostó para hacernos comprender los más elementales conceptos de diferentes disciplinas.
Concluida mi estancia en tan ancestrales dependencias, anduve con los ríos revueltos de mi memoria y me pregunté por qué los años rememorados causan cierta nostalgia; seguro que porque la infancia siempre se recuerda así y porque estoy convencido de que a nuestra manera éramos felices. Allí estaban los amigos, las historias que escuché, los cuentos y libros que leímos, allí estaban nuestras vidas. Tal vez porque Rilke acertó cuando aseveró que la patria de una persona es la infancia y porque como afirmara Italo Calvino “somos lo que recordamos”. Los ríos de la memoria me han traído hoy un cuadro y un sillón.
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