La trágica historia de Mariame: violada y esclavizada por su padre y las mafias

Carta del director

Mariame nació en Guinea Conakry. Tiene 23 años y huyó de su país tras ser embaraza por su padre.
Mariame nació en Guinea Conakry. Tiene 23 años y huyó de su país tras ser embaraza por su padre. Juan Sánchez
Pedro Manuel de La Cruz
23:09 • 26 oct. 2024

Mariame nació en Guinea Conakry. Tiene 23 años y huyó de su país tras ser embarazada por su padre después de años de abusos sexuales. Llegó a Almería después de recorrer durante cuatro años miles de kilómetros y vivir en varios países africanos. Fue violada, esclavizada, robada y agredida por las mafias en cada paso fronterizo por el que tuvo que pasar. Las crueldades, los miedos y la desolación que devastaron su vida hasta la llegada a Almería demuestra que quienes abandonan su aldea y se juegan la vida cada minuto y durante años para llegar a nuestro país son personas cargadas con un paisaje trágico que quieren huir del espanto, la miseria y la tristeza. Y esta es su historia.



Todo iba bien hasta que el padre comenzó a violarla. Tenía diez años. Una mañana, cuando apenas había cumplido los catorce, su cuerpo empezó a cambiar. Estaba embarazada. Estudiaba secundaria. Desde que empezaron los abusos convivió con el espanto en el silencio aterrador de la incomprensión y la marginación presentida del repudio familiar. Aterida por el frío que le provoca el miedo habló con su madre. No la creyó. Todo era una invención. La cultura cristiana de la madre y musulmana del padre hacía imposible esa posibilidad. Buscó refugio en su tía. Tampoco le creyó. Había que salvar el nombre y el honor paterno por encima de todo. En medio del desprecio encontró el cobijo de la comprensión en su amiga Vanessa. Pasaron los meses y el embarazo llegó a término. Fue una niña. Con apenas 14 años ya era madre de Prunelle.



El horror vivido en la casa paterna le impedía volver. Después de tres años sin contacto con su familia y en los que Mariame y Prunelle sobrevivieron ayudadas por su trabajo en el campo y la ayuda de Vanessa, recuperó la relación con su tía. Tenía una hija, una amiga y todo el espanto del recuerdo. Solo pensaba en alejarse de aquel infierno que le atormentaba desde que comenzaron los abusos de su padre. Un día una amiga le comentó que había organizaciones que buscaban mujeres para trabajar en Marruecos. Esa era su oportunidad. Con apenas 19 años y con el corazón aniquilado de dolor, un atardecer de lágrimas dejó a Prunelle con su tía y emprendió el camino de la huida. 



Hacinada en furgonetas recorrió miles de kilómetros controlada por las mafias. Sufrió un viaje interminable de días y noches desgarrada por agresiones en cada recodo del viaje. Cruzó Mali, Mauritania y Argelia. Hasta llegar a Marruecos sufrió robos, la maltrataron con golpes y fue violada en cada paso fronterizo por el que pasaba. Cada vez que regresa a ese paisaje de infinita brutalidad se derrumba y rompe en un mar de llanto inconsolable en el que solo el cariño y las caricias del psicólogo de Accem que le acompaña le sirven de bálsamo.



Hasta que después de tanto sufrimiento, un mediodía por fin llegó a Fez.



Pero en la ciudad de la medina más grande del mundo no le esperaba el penetrante perfume del comino y la cúrcuma. Le esperaba otro infierno. 



Con la dirección escrita en un papel llegó a una casa de dos plantas situada en uno de los barrios más lujosos. Una familia compuesta por el marido, médico, la mujer, abogada y tres niños la acogieron tras el acuerdo previo al que llegaron con la mafia que le buscó el empleo. Durante tres años trabajó todos los días y en todas las labores desde la mañana a la noche con un sueldo de tres euros al día. No podía salir de casa y el trato que recibía se adentraba sin escrúpulos en la esclavitud. Solo el móvil le mantenía en contacto con el exterior.



Un domingo, aprovechando la habitual salida de toda la familia a pasear y, tras comprobar que el guarda de seguridad que custodiaba la casa y a ella dormía, abrió la puerta y se escapó. La huida la había concertado a través de un grupo de whatsapp en el que participaban guineanos que también habían huido de su país.


Después de varias horas de viaje en furgoneta llegó a Rabat. Acompañada por otros tres inmigrantes alquilaron una casa. Mientras esperaban su salida hasta España una amiga le presentó a E, un chico de Liberia que también esperaba el salto. Le pareció simpático, amable, cariñoso. Y se enamoraron. Un amor que todavía le acompaña. 


Una mañana, las mafias con las que mantenían contacto solo por whatsapp, les enviaron un mensaje: salían para El Aaiún. En la antigua capital del Sahara español los recluyeron en una casa perdida en las afueras. 


Durante dos meses treinta personas convivieron hacinadas y en una situación de permanente ansiedad ante la incerteza de no saber qué noche sería la elegida por las mafias para subir a la patera. Solo uno de ellos salía a hacer las compras imprescindibles para subsistir. Siempre lo hacía camuflado para evitar ser detenido por la gendarmería marroquí.


Una mañana llegó el mensaje que tanto esperaban: esta noche salimos.


A las 11 de la noche un marroquí se acercó hasta la casa. Escondiendo su rostro en una máscara, trasladó uno a uno a los emigrantes. Después de varias horas de viaje Marianne llegó a un desierto. Allí le esperaba otro integrante de la mafia embutido en un pasamontaña y del que apenas pudo ver sus ojos. En medio de la oscuridad el desconocido la acercó hasta una playa cercana. Y esperó. 


Cuando habían llegado todos, embarcaron en una patera y partieron hacia las Canarias. En el cayuco iban 59 hombres, cuatro mujeres y un niño menor de diez años que habían pagado 500 euros cada uno. Después de un día de travesía, en medio de un oleaje intenso y peleas y agresiones continuas, Mariame desfalleció. El hambre, el miedo y el cansancio de permanecer permanentemente de pie por falta de espacio, le hizo vomitar.


Por fin llegaron a Las Palmas. Cruz Roja les atendió y fueron trasladados a un hotel. Pocos días después de su llegada recibió la llamada que nunca hubiera deseado: Prunelle había muerto. Con siete años y cuando la vida apenas le había llegado, la muerte le arrebató lo que más amaba. Cuánto le dolió y cuánto le sigue doliendo ese dolor. 


Después de dos meses de espera, un avión los trasladó a Málaga y, desde allí, a Roquetas. 


Desde hace poco más de un año vive en Almería y comparte piso con otras personas llegadas de Ucrania, Colombia y Gambia. Está aprendiendo español en la sede de Accem, que es la organización que les acoge y les facilita el piso y 200 euros por unidad familiar para gastos de comida y aseo.  


Durante las casi dos horas que duró la conversación Mariame se derrumbó varias veces. El llanto inconsolable regresaba a sus ojos cada vez que la sombra irremediable del recuerdo regresaba. Entonces volvía a aparecer la mano de su psicólogo para acariciarla.


Solo una vez la sonrisa se dibujó en su cara. Fue cuando habló de España, de Almería y de su futuro. Solo quiere vivir tranquila, trabajar y sentirse segura. Ah, y comer tortilla de patata, ha aprendido a hacerla y le encanta. Le prometí que esta semana la comeríamos en cualquier restaurante de la que ya es su ciudad.


Mariame solo pide vivir sin miedo.  Qué asco da, que aún sabiendo su devastadora historia,  haya personas sin piedad que le nieguen a Mariame y a tantas y tantos como ella la esperanza de escapar del infierno. 


Bienvenida Mariame. Ha sido largo y cruel el camino, pero ya estás en casa. Almería es tu nuevo hogar y tu refugio.


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