No aprendemos: sabemos el mes, el día y casi hasta la hora

Es llegar octubre, es ver una nube negra en el Levante y pensar en el malvado río Antas

Un residente achicando agua en Pueblo Laguna, en octubre de 2012.
Un residente achicando agua en Pueblo Laguna, en octubre de 2012. La Voz
Manuel León
20:32 • 31 oct. 2024

Esta foto no es Valencia. Ese himalaya de fango, ese bar (el Dólar de Eduardo Fajardo) y ese hombre pidiendo ayuda por el móvil es Vera (Almería); esta foto muestra que  la provincia, sobre todo el Levante almeriense, no es ajeno a esas estampas que estamos viendo en los telediarios en la tierra del autor de Cañas y Barro, aunque sin llegar ni de lejos a tanto horror; esta foto nos demuestra que aún estamos a tiempo y que el que avisa -el río Antas- no es felón; esta foto, captada en la riada de San Wenceslao de 2012, evidencia lo poco que hemos aprendido desde entonces. 



Por diversas circunstancias (lo hecho, hecho está), existe una urbanización brotada en la playa de Vera- Pueblo Laguna- pared con pared con el cauce de un río. Un río traicionero que desde los altos de Lubrín, en una singladura de 40 kilómetros, recoge agua de ramblas generosas como la del Cajete o la Salaosa hasta darse de bruces con el mar junto a Puerto Rey, arrastrando, cuando sale por sus fueros, todo lo que hay en su rumbo, un rumbo a veces malvado como el de aquel año en el que acabó con la vida de cuatro personas indefensas. 



Pero no aprendimos, no aprendemos y no aprenderemos: han pasado 14 años de aquel luto, de aquella visita de la reina ahora emérita para consolar a los familiares arrastrados por el torrente de agua turbia; no aprendemos: el río sigue estando ahí, silente, esperando la tormenta para rugir de nuevo. Sabemos hasta el mes (octubre) de sus fechorías, pero lo ignoramos mirando para otro lado.  Si uno transita con el coche por la carretera de Garrucha a Villaricos, verá todo ese rascacielos de maleza poderosa sobre el lecho del río, todo ese carrizo y cañabrava, toda esa ciénaga como la que imaginó García Márquez en Macondo, todo esa espesura, toda esa fronda feraz, que cuando sale el río hace de tapón, de cancerbero indefenso, propiciando que el agua pueda llegar aún más brava a las viviendas, a los comercios y a los restaurantes, a la guantera de los coches; a los dormitorios de los niños y de los ancianos, a las pistas de tenis y a los zaguanes, provocando el pánico y el desastre, provocando lo que una vez que llega, no tiene vuelta atrás.  



No aprendemos: desde que en los 80 se construyó esa urbanización, en lugar tan insólito y desgraciado, han sido al menos cuatro o cinco veces las que el pavor se ha apoderado de sus residentes en mitad de la noche y de la madrugada. La primera en 1988 cuando las inundaciones provocaron evacuaciones de urgencia y la llegada del ministro Corcuera o Barrionuevo -ya no lo recuerdo- volando en helicóptero para ver los efectos de la tragedia. Después fueron varias veces más, la más trágica la de 2012 y la última, la de 2019 que destruyó varias viviendas y restaurantes. Todas en octubre, todas por el mismo río, todas por no mantener el cauce como una patena.



No aprendemos, vemos Valencia, pero no nos acordamos de nuestra costa Levantina que, en época de gota fría, antes temporal, ahora DANA, tanto nos hace temblar. Es cuestión de tiempo que vuelva a ocurrir. Ojalá alguien se acuerde antes de encauzar para minimizar el impacto. No hay en ningún otro lugar casas tan pegadas al cauce de un río, un río que puede ser madre querida, que propicia que haya una  bonita laguna con patos malvasía; un río que puede ser más malo que la madrastra de Blancanieves. 







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