En una sobremesa del ferragosto madrileño en su casa de la sierra, María Casinello miró los ojos azules de su hermano y con la incontrolable vehemencia que le acompañó toda su vida le disparo sin compasión.
-Andrés, cuando te mueras me gustaría abrirte la cabeza y ver todo lo que guardas en tu memoria.
-No lo hagas nunca- le respondió- porque te espantaría.
María y Andrés Casinello han dicho adiós a la vida con sólo unos meses de diferencia. María en enero y Andrés el pasado miércoles.
La cabeza que más secretos guardaba de la transición y sus entornos se ha ido sin revelar ni un solo episodio, ni uno solo, que pudiera deteriorar el relato oficial de las instituciones y los protagonistas de aquel tiempo histórico por decisivo y en el que las luces no podrán ocultar los desfiladeros de penumbra que le acompañaron por esos desfiladeros de premeditada oscuridad me aventuré a entrar una mañana cuando dos policías de paisano me abordaron a la entrada de un edificio en la calle Francisco Lozano esquina a Ferraz, colindante con el majestuoso edificio del Ejército del Aire que embellece el madrileño barrio de Moncloa. En la segunda planta me esperaba el general Andrés Casinello y con ese salvoconducto pude franquear la vigilancia de otro policía que controlaba las llegadas desde el rellano que separaba el ascensor de la escalera.
Durante más de tres horas el militar que más sabía de ETA me habló de los asesinos que le habían situado como “objetivo número uno” de la banda con la lejanía emocional de un catedrático de historia, la pulcritud quirúrgica de un cirujano y la valoración técnica con la que hay que combatir la crueldad premeditada de una banda con más de ochocientos asesinatos y miles de víctimas.
El general almeriense me pareció entonces un intelectual más que un militar. Quizá la rebeca que le protegía del frío y una mirada a la vez que inquietante bondadosa le daban a sus setenta y cinco años de entonces un perfil más cercano a la calidez del abuelo que a la sobriedad de un príncipe de la milicia.
Algún tiempo después de aquel encuentro escribí una Carta en la que repasé algunos aspectos de sus opiniones. En el sexto párrafo de aquella Carta recogí dos de sus respuestas más interesantes. La primera aludía a la oportunidad de mantener contactos con ETA. La segunda a su opinión sobre los GAL. Su respuestas fueron las siguientes: Siempre hay que mantener canales abiertos de comunicación con el enemigo en cualquier guerra y él habia transitado por esos canales; sobre los GAL, después de una leve censura, que sonó más a protocolaria que ha convencida, apuntó textualmente.
- Pedro, cuando los muertos son ajenos casi nunca importan; cuando son propios inquietan y, sobre todo, provocan miedo. Mucho miedo.
Serrat canta en una de sus más bellas canciones que “Es caprichoso el azar”. Y tanto.
Tanto que aquella Carta se publicó el 24 de noviembre de 2002. La que ahora está leyendo está fechada otro 24 de noviembre, pero de 2024.
Han pasado 22 años y, en su respuesta de entonces sobre la guerra sucia contra los asesinos de ETA había un comprometido punto y final que ya ha prescrito, cuando a mi regreso de Madrid conté a María Casinello la conversación con su hermano, me pidió no hacer público lo que añadió tras aludir al impacto que el miedo generaba en los asesinos de ETA. El compromiso era no contarlo mientras María y Andrés vivieran.
Aquella mañana el general Casinello no puso el punto final a mi pregunta con su inteligentísima y sutil consideración de que el miedo es un arma poderosísima si se sabe utilizar. Añadió algo más…
-Mira paisano, para comprender la seguridad, la impunidad y ausencia de miedo con la que actuaban los terroristas, solo hay que recordar que, durante muchos años, los integrantes de un comando podían quedar en una taberna de Hendaya, pedir el menú y, mientras lo preparaba la cocinera, recorrer la distancia mínima que les separaba de Irún, Fuenterrabia, Lezo o Renteria, acribillar a balazos en medio de una calle a un guardia civil y regresar a Francia antes de que el plato se enfriara. La seguridad y la impunidad tras cruzar la muga era total. Cuando el GAL comenzó a actuar, esa seguridad desapareció. El tipo que estaba sentado en otra mesa de la taberna podría ser alguien dispuesto a disparar a los etarras. El miedo dejó de pertenecer sólo a un bando.
Casinello no añadió nada más. Y nada menos.
El almeriense que más odió y temió ETA y que mejor la combatió, el espía que facilitó la legalización del Partido Comunista y el amigo leal que protegió a Adolfo Suárez frente a la extrema derecha forma ya parte de la historia de este país.
A ver si el ayuntamiento tiene la sensibilidad de que también forme parte del callejero de una ciudad a la que tanto amó.
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