Así eran los primeros turistas de Almería

Venían de latitudes grises, de cielos enturbiados por el humo, a una ciudad de luz descarnada

Una familia de turistas en los años 60 junto al antiguo Hoango del Zapillo.
Una familia de turistas en los años 60 junto al antiguo Hoango del Zapillo. La Voz
Manuel León
20:00 • 08 ene. 2025

Cuando los primeros turistas llegaron a Almería, allá por los años 60, traían en los ojos el brillo de quienes descubren un secreto bien guardado. Venían de ciudades grises, de cielos enturbiados por el humo, y se encontraron con una tierra de luz pura y descarnada, donde la montaña y el mar parecían dialogar en susurros milenarios.



Los pescadores del barrio de La Chanca miraban con curiosidad a esos viajeros pálidos, que a menudo se aventuraban entre las barcas varadas, cámara en mano, intentando capturar algo que no comprendían del todo. Las mujeres, vestidas con sus pañuelos oscuros, observaban desde las puertas encaladas mientras vendían pescado fresco o lavaban la ropa en pilas comunales. Para ellas, los turistas eran una presencia exótica, casi irreal, como si hubieran salido de una de las películas que empezaban a rodarse en el cercano desierto de Tabernas.



La Almería que encontraron esos primeros visitantes era aún un rincón de contrastes. La Alcazaba dominaba desde lo alto, orgullosa de sus siglos de historia, mientras el puerto olía a salitre y a trabajo duro. Los mercados bullían con el color de las frutas del Mediterráneo, los tomates brillantes como rubíes, las almendras y dátiles traídos de las Alpujarras. Pero más allá, en los caminos polvorientos, los campos de esparto se mecían bajo un sol implacable que parecía guardar la esencia de esta tierra seca y fértil a la vez.



Algunos se aventuraban hacia el Parque Natural de Cabo de Gata, entonces apenas conocido, con playas vírgenes donde solo el viento dejaba huellas. Los turistas se bañaban en calas desiertas, sorprendidos por la calidez del agua y el silencio que parecía flotar en el aire. “Esto es el paraíso”, murmuraban, y quizá lo era: un paraíso áspero, sin artificios, donde la naturaleza marcaba el ritmo de los días.



En las noches, las tabernas del casco antiguo se llenaban de un murmullo mezcla de voces locales y extranjeras. Los turistas probaban gazpachos suaves, migas y pescado recién frito, mientras algún guitarrista improvisaba un quejío flamenco que se enredaba en las sombras de las callejuelas. La luna iluminaba la ciudad con una claridad casi mística y los viajeros regresaban a sus pensiones pensando que habían encontrado un lugar fuera del tiempo.



Aquellos primeros turistas quizá no entendieron del todo Almería, pero algo de su esencia se quedó en ellos. Cuando partieron, llevaban consigo no solo fotos y recuerdos, sino también un pedazo de esa luz, de ese paisaje inmenso y de las historias susurradas por el viento entre las rocas. Almería seguía siendo suya, indómita, pero les había concedido un breve destello de su alma eterna.






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