He pasado la experiencia de llegar a Siria a través de Turquía. Hace ya algunos años, pero era una experiencia inolvidable. Los sirios te observaban con la sospecha de que, como mínimo, eras un espía peligroso, quién sabe si un oscuro saboteador, mientras los turcos no podían explicarse por qué un occidental que disfruta de Turquía desea marcharse a un lugar tan raro como Siria. Pasado ese momento, donde casi estuvimos a punto de tener que arrastrar la maleta, andando sobre kilómetro y medio de frontera, Siria nos resultó tan hospitalaria como Turquía.
Pero hubo un detalle en el que reparé enseguida, y es que en los mapas oficiales sirios había una franja turca que se consideraba territorio sirio. Me he acordado de ese detalle -nada menor- ante la petición de Turquía de que intervenga la ONU por el derribo de uno de esos aviones. Escribo en lunes, y no he podido leer más novedades, pero me constan las malas relaciones entre los dos países y, sobre todo, la peligrosa melancolía que provoca un pedazo de territorio que nos ha sido arrebatado. Es algo así como si nuestro vecino estuviera usando una habitación que creemos que nos fue arrebatada: sería muy difícil intentar que los dos vecinos se llevaran bien. Las relaciones de vecindad casi siempre son complicadas, entre otras cosas, porque no te vas a poner a discutir con alguien que vive tan lejos que ni siquiera conoces. Discutimos con los vecinos, con los amigos, con la familia... Pero la vecindad de los estados provocan situaciones mucho más peligrosas, porque los estados suelen tener aviones, tanques, soldados, en fin, esas cosas imprescindibles para organizar una guerra.
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