El fútbol, poderosa y polivalente metáfora de nuestro tiempo, ha vuelto a ponernos a todos en nuestro sitio, que no es otro que el diván del psiquiatra. Ya sé que la memoria colectiva es frágil y voluble, pero hace quince días, cuando empezó la Eurocopa que aún no hemos terminado de apurar, había movimientos editoriales y corrientes de opinión que mostraban abiertamente su malestar, sus dudas y su descontento con el juego del equipo y con las decisiones de su cuerpo técnico, para el que ahora se piden condados y baronías.
A tanto llegó la cosa que incluso alguien tan templado como Vicente del Bosque hubo de salir a defenderse en los medios de comunicación, que le crujían sin miramientos (y sin memoria, como decía antes) alentando debates pseudotácticos y generando ruido de fondo. “Hemos pasado de pobres a ricos y no sabemos valorar lo que tenemos”, sentenció el entonces cuestionado entrenador. Ahora, millones de personas aclaman a los jugadores y los tertulianos que peroraban sobre los presuntos errores del equipo y recetaban tales o cuales cambios, callan. Pero la misma alineación y el mismo sistema de juego que encendió la hoguera de los debates tras el primer partido ha sido la que, finalmente, nos ha pasaportado a las enciclopedias del deporte. No tenemos, es obvio, ni término medio, ni mesura, ni paciencia, ni prudencia, ni ninguna de las virtudes que, a título individual, siempre han contribuido a hacer grandes a las personas. O detrás del cura con el palo o detrás del cura con la vela. Así somos. O, mejor dicho: “asín” somos.
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