La Memoria Histórica ha sido tan mal acogida en este país por quienes no querían recordar que han preferido el olvido antes que poner a las víctimas en el altar que merecen. Pero aún quedan recuerdos. No tan sangrientos pero igualmente dolorosos. A finales de los sesenta del siglo pasado este era un país que emigraba buscando el sustento fuera.
En la memoria de todos subyacen estampas desgarradoras de hombres y mujeres por aeropuertos y estaciones del tren, tristes filas de trabajadores, muchos de ellos sin cualificación, esperando que los transportaran como ganado a un país del que no sabían si volverían. Testigos imborrables de aquella oscura desbandada son la maleta de cartón o de madera y la voz de Antonio Molina medio ahogándose con los falsetes del adiós a España querida. Los tecnócratas franquistas llegaron a decir que nuestra balanza de pagos se sustentaba en buena parte por las remesas de los emigrantes. Claro, aquello no era un programa televisivo de "españoles por el mundo" (donde siempre sacan a los que han logrado triunfar). Aquello fue mucho peor, de gente que dormía debajo de un carro para poder mandar algo a la familia.
Vino luego el Plan de Desarrollo, el turismo, la huida del campo a la ciudad y la construcción alocada. Creció nuestro nivel de renta. España pasó de exportar emigrantes a recibir inmigrantes. Lo de ahora es más grave. Las generaciones mejor preparadas de nuestra historia -médicos, ingenieros, arquitectos, investigadores- se marchan fuera a engrosar las estructuras productivas de otras naciones. Mientras tanto aquí discutiendo en si nos intervienen o no, o si hay que escoger entre un mal y otro mal.
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