Querido, queridísimo, joven español. Esta semana, como viene ocurriendo últimamente, han ocurrido muchas cosas. Ha subido y bajado la prima de riesgo, ha bajado y subido el Ibex al ritmo de las declaraciones del Draghi de turno. Se ha hablado de desavenencias entre ministros y de posibles reajustes al calor agosteño. El panorama territorial ha empeorado y Cataluña, ay Cataluña, ha dado un paso más hacia quién sabe dónde...
Pero lo peor, querido joven español, ha sido lo vuestro. La encuesta de Población Activa reconoce que algo más de la mitad de vosotros, queridísimos compatriotas menores de treinta años, está en paro. Y ya sabemos que hay pocas posibilidades de encontrar un trabajo, y menos aún un buen trabajo que supere la condición mileurista. Puede que vuestros mayores tengamos una parte de culpa en este desajuste, que somos los primeros en sufrir, porque, ¿qué mayor frustración que ver a nuestros hijos instalados en el desánimo de no poder ser útiles a la sociedad ni a sí mismos?
Nosotros, vuestros mayores, nos hemos sacrificado hasta lo indecible para daros una formación mejor que la que nosotros tuvimos. Creo que lo hemos conseguido. Y os preguntaréis, nos preguntamos ahora, para qué diablos sirve una gran formación si el destino que se avizora consiste en ir, con el título y los -masters- bajo el brazo, a servir cafés en un restaurante de Londres. ¡Cuántos de los mejores estáis emigrando en un viaje que me parece que concebís de difícil retorno!
Y, sin embargo, tengo que deciros que hay esperanza. No por la actuación de este o aquel Gobierno, no por estas o aquellas declaraciones del presidente de turno del Banco Central Europeo, que hacen subir la Bolsa y bajar la prima. Esas, y las manifestaciones contradictorias de los ministros, y las obligadas improvisaciones legislativas, solamente son la demostración de que el sistema funciona mal y necesita algo más que parches para corregir las deficiencias. Mi esperanza radica en que la clase media empieza a moverse, el espíritu emprendedor avanza sobre los que apenas sueñan con ser funcionarios y solo cabe esperar de los poderes de Montesquieu que faciliten, o al menos que no obstaculicen, esta revolución en las mentes y en los comportamientos.
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