Agosto no admite excepciones incluso en los peores tiempos. Este año, el calor y la sequía extrema han azuzado los incendios forestales. Siete vidas y miles de hectáreas han certificado la maldición española de agosto.
Quienes no tienen ocio que consumir esperan. Los demás, tratan de olvidar en el pueblo, en la playa o en la montaña. Bocadillos de mortadela en vez de calamares fritos, pero siempre en la quietud, aunque sea desesperada, de agosto. Alguien invitará a una caña. Los ricos tratan de disimular su poder. Los políticos hacen vacaciones a hurtadillas o con botijo. Las redacciones están llenas de becarios cada vez más precarios en las que se les amenaza con pagar por aprender. El Rey simula que es austero. Urdangarín ya no sabe dónde esconderse. Los emigrantes asisten a su criminalización como si fueran los causantes de la crisis. La política azuza a unos españoles contra otros. El Gobierno no dice nada en espera de septiembre. Los periodistas afilan las navajas o buscan cobijo para el retorno. Las madres buscan fiambreras en el trastero. ¡Aquellas cantimploras que tenían un vaso en la base!
Todo tiene un aire a naftalina. A juguetes rotos. La economía, sin embargo, no descansa. Los halcones se lanzan sobre los despojos de Bankia. Especulan y levantan el vuelo. La víctima de este agosto es la política. La economía ha sustituido los proyectos por estadísticas. Rajoy no manda nada, solo obedece al FMI y a los gestores de Europa. Los sindicatos están desbordados y Rubalcaba rebobina las Olimpiadas: ha contratado a trescientos expertos para que le diseñen un proyecto. Los socialistas españoles usan delivery ideológico. Fast food ideológico. ¿Dónde se puede uno esconder para que no se acabe agosto?
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