Hay que creer en la Justicia, y uno cree en ella a su manera, matizada la fe de uno por el lugar de donde esa Justicia provenga, por el juez que la aplique y hasta por las circunstancias que concurran en cada caso.
Mire usted el caso de Julian Assange, el fundador de Wikileaks, que está a punto de costar un muy serio incidente diplomático entre Ecuador y Gran Bretaña porque el Gobierno de Cameron se ha empeñado en que el prófugo abandone su refugio en la embajada ecuatoriana en Londres. Para mí, el ´caso Assange´ es un buen ejemplo de que hay momentos en los que la Justicia bascula de manera incomprensible. O demasiado comprensible: Suecia se empeña en extraditar al hombre que filtró información sensible -pero cierta- para la Casa Blanca, que, a su vez, pedirá la extradición a Suecia para juzgar a Assange por presunta traición y condenarlo quién sabe a qué pena terrible, que puede incluir la muerte. El caso es que Suecia reclama a Assange por un presunto delito sexual que, por lo que se conoce, está muy poco claro.
Las simpatías que ha despertado Assange van más allá de que se inspiren en sentimientos de derecha o de izquierda. Lo curioso es que Suecia reclama al hombre que puso en un aprieto al Pentágono con las informaciones que difundió, por un presunto ´asalto sexual´, mientras que todos saben que la muy independiente justicia de Estocolmo estaría dispuesta a entregarlo al brazo ejecutor norteamericano, donde sería juzgado por motivos políticos, ni más ni menos. Seguramente, ni en España ni en una mayoría de los países europeos, Gran Bretaña entre ellos, se hallarían indicios de culpabilidad en Assange, ni por unas cuestiones, ni por otras. Bonito asunto para que Baltasar Garzón saque a pasear sus oropeles internacionales, ahora que se ha incluido en el equipo defensor.
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