La vida bascula constantemente de lo bello a lo siniestro, y el Reino Unido, al parecer, también. Unos pocos días después de que Londres fascinara a medio mundo con sus extravagantes ceremonias olímpicas, compendio de audacia y de buen hacer, la capital de Gran Bretaña amaga ahora con un espectáculo en las antípodas, el del asalto a la embajada de Ecuador, o, cuando menos, con el de su asedio.
Negándose a conceder un salvoconducto a Julian Assange, el revelador de los secretos a voces de la acción exterior norteamericana, lleva la situación creada a un punto de difícil solución. Al señor Assange es reclamado por un tribunal de Suecia sobre la denuncia de abuso sexual interpuesta en su contra. Detenido en Inglaterra, y en tanto se discernía su extradición, Assange creyó más prudente refugiarse en la embajada de Ecuador, donde solicitó el asilo diplomático que el gobierno de Quito le ha concedido.
Sin embargo, a nadie se le escapa, y a Assange y a su letrado, señor Garzón, menos que a nadie, que el destino final del creador de Wikileaks pudiera ser, en el caso de ser extraditado, una mazmorra como la que en Virginia encierra a Bradley Manning, el soldado que facilitó a Wikileaks importantes informaciones. La cuestión, pues, no radica en la elusión de una hipotética responsabilidad penal ante la justicia sueca, sino en su comprensible determinación de no caer en manos de quienes se la tienen jurada. De esta Gran Bretaña cabe esperar cualquier cosa, y de su alianza con los EE.UU. cabría imaginarse de qué clase. Ojalá prevalezca la cordura, el Derecho Internacional y el más sagrado aún a saber y a expresarse libremente.
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