El Rey y el presidente del Gobierno han mantenido las entrevistas veraniegas habituales. Al menos, en cuanto al número. Ninguno de los dos, como es lógico, se ha extendido sobre la verdad de lo tratado en estas conversaciones, pero no hace falta ser un adivino para imaginar que los tres encuentros de este mes de agosto han sido los más preocupados habidos entre el jefe del Estado y el jefe del Ejecutivo en los últimos años. Entiendo que, en esta hora de cierta debilidad gubernamental, y de la clase política en general si se me apura, el papel de la Corona acrecienta, o debe acrecentar, su importancia, adquirir un nuevo rol.
Don Juan Carlos, con los claroscuros que usted quiera -que los hay-, sigue siendo un referente para los españoles y para el mundo, cuando mira hacia España. No hay que engañarse, lo saben bien quienes bien le conocen, por algunas apariencias: el Rey es el político más experto del país, el que mayor prestigio conserva y el mejor comercial en el exterior.
Y, con cuantas desavenencias y desajustes -que también los hay, como es obvio- que puedan contemplarse, lo cierto es que el núcleo central de la familia real sigue siendo una de las claves fundamentales para el desarrollo y la normalización democrática de España.
Hago estos apuntes a fuer de monárquico -no meramente juancarlista- confeso, y crítico, además, con algunos aspectos muy negativos en la trayectoria de algunos integrantes de la Corona en los últimos tiempos. Pero las ventajas son más que los inconvenientes; al fin y al cabo, el Rey y su hijo, el futuro Felipe VI, aún pueden salir a la calle sin que, como les ocurre a la mayoría de los políticos reconocibles, nadie les abuchee ni les afee la conducta, y eso que, reconozcámoslo, el nivel de críticas a la Corona ha aumentado no poco en los últimos dos o tres años.
Yo creo -lo digo por intuición y por los síntomas obvios, no porque tenga información tangible sobre la cuestión- que tanto el Rey y el Príncipe como Rajoy o, digamos, Pérez Rubalcaba, han de estar muy, pero muy, preocupados ante la que le está cayendo, y la que le puede caer, al mero concepto de la unidad del país. Es un punto central del inmediato futuro. A mí este aspecto, y la profunda desmoralización nacional que se advierte en la ciudadanía, me preocupan más aún, qué quiere usted que le diga, que las catástrofes económicas que casi cada día nos anuncian unos y otros y los de más allá. Es, así, tremenda la responsabilidad y la carga sobre los hombros de una sola persona, Mariano Rajoy, al aproximarse un otoño que va a ser más que caliente, y no solo, ni siquiera principalmente, por el tradicional rubro sindical.
Es preciso que ese hombre, tan solo que incluso sus ministros airean desavenencias en el momento menos conveniente, encuentre apoyos urgentes, porque una de las cosas que ahora me parecerían menos convenientes para la nación sería la caída de un Gobierno algo tambaleante y sobrepasado por las circunstancias, sí, pero que obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones celebradas hace exactamente nueve meses, apenas el tiempo de un parto, y que constituye casi el único islote en el mar embravecido.
Me da la impresión de que en estos momentos convendría variar algo el tradicional concepto de que el Gobierno apoya a la Corona; me parece que debe ser la Corona la que muestre un inequívoco, firme, respaldo al Gobierno y a las medidas, no solamente ni fundamentalmente económicas, que debe tomar.
Hemos escuchado innumerables veces de boca del Rey el mensaje de unidad dirigido a las fuerz
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