Quizá seamos demasiados duros con nuestros políticos. Quizá las filípicas más punzantes y obsesas provengan de los medios de comunicación. Bien es cierto que al mando de nuestros partidos, ya sea a nivel provincial, regional o nacional, no encontramos todos los días un Churchill prodigioso que nos saque de las grandes turbulencias, pero tampoco hemos de perder de vista lo que significa la democracia. No hay que tirar al niño con el agua sucia de la bañera.
Me gustaría saber de antemano qué sistema político prefieren estos críticos pertinaces que creen que todo el mal reside en el Parlamento, en el sistema de elecciones o en las autonomías. ¿Acaso tienen nostalgia del franquismo o de la dictadura del proletariado? Si es así que lo digan y que cada palo aguante su vela. Lo que uno sospecha en su pobre y modestísimo ver es que no se ataca el mal en su verdadero origen. En la Edad Media se decía que la filosofía era la criada de la teología. Hoy, en tiempos más terrenales, lo que lleva la antorcha son las finanzas, y bajo la globalización bien poco puede hacer el político de pueblo con su visión chata y provinciana. Lo cual no quiere decir que hayamos de permitir cuantiosos defectos de fábrica, tales como el que se mete en política porque no puede obtener un sueldo con su abogacía o su kiosko de pipas.
Una de las fuentes del desprecio popular en que se mueven ahora nuestros representantes brota de aquí aunque no salga a la luz del todo. Y hay algo peor. La sociedad española no se hizo demócrata por arte de birlibirloque. Comenzamos a ver de nuevo que existe mucho franquista solapado y no pocos amantes del centralismo imperial. De ahí que la crítica se vuelque otra vez contra la soberanía del pueblo, que es de donde emana la representación política y la Constitución que entre todos nos dimos.
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