Andamos todos los días a vueltas con los árboles más cercanos de la crisis, que es probable que se nos escapen las causas más profundas, no de un cambio de etapa, sino de un cambio de época.
Los entusiastas del capitalismo argumentan que es el sistema que ha permitido allí donde se ha instalado junto con la Democracia, las mayores cotas de libertad y prosperidad. El capitalismo nació salvaje y explotador, y las libertades y las elecciones libres lo han domesticado, pero nunca se han variado sus principios básicos: la libertad de mercado, y la aceptación de que la renta mundial avanza a medida que se produce más. Yo creo en la libertad del mercado de los fruteros del mismo pueblo, pero no en la libertad de mercado de los suministradores de energía eléctrica y, mucho menos, en la de las grandes industrias petroleras. Lo que se llama el mercado necesita vigilancia y regularización.
Después está lo de la producción. Si producimos más, producimos más barato y costarán menos unidades los productos. No ha sido así en los pisos construidos en España. Y, luego, ¿cuántos más automóviles podemos fabricar? El problema es muy complejo y hay tontos contemporáneos que creen que esto se arregla entrando a los supermercados y dándole una patada a la mesa. Si a ello añadimos la premeditada fabricación de productos con fecha de caducidad, entraremos de lleno en un despilfarro que, en lugar de producir más prosperidad y libertad, fomenta más pobreza y promocionan una esclavitud dependiente. El problema es más hondo y más complicado porque requiere una reforma similar a la que se produjo tras el asentamiento de la sociedad industrial. Y hay mucho silencio.
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