Hubo un tiempo en España, en que, cuando subía demasiado el índice de precios al consumo, en el Ministerio de Economía se ponían a observar de manera torva y amenazante a los granjeros de pollos. Porque hubo un tiempo en España, cuando si había crisis no se hablaba de ella, en que el pollo era el gallo del IPC, y la subida del pollo echaba abajo todas las cuidadosas previsiones que habían confeccionado los hombres de negro.
En fin, hubo un tiempo en España, en que los rescates eran cosa de policías contra bandidos, y ahora son bandidos de corbata y planes de jubilación fabulosos. Parece que no, pero sube la inflación, le echas la culpa al pollo, y no sé, te quedas más tranquilo, porque un pollo parece fácil de dominar. Ahora bien, sube la inflación, te dicen que la culpa es de la gasolina, y te desasosiega, porque nos tropezamos con algo que no dominas desde el momento en que la sustancia que la produce, el petróleo, viene de lejanos países. Ya decía Santiago Rusiñol que la vida es como la escalera de un gallinero: corta, pero llena de mierda. No obstante, se trata de una mierda que sabes de dónde procede, mientras que la subida de la gasolina viene a ser como los millones que se llevaba Urdangarín, que no se sabia de donde procedían y, luego, se evaporaban.
Una de las reglas de la Economía de bajo voltaje, o sea, a través de cursos por correspondencia, es que cuando se crece, cuando las cosas van bien, hay que tener cuidado con los precios, porque tienden a subir, mientras que cuando los asuntos económicos son un desastre, y sube el paro, y no solamente no se crece, sino que entramos en recesión, los precios, entran en razón, y bajan. Pues no. Ahora resulta que, además de recesión, tenemos inflación. Y, de todas formas, no hace falta ser un premio Nobel para saber que si estás subiendo los carburantes, un mes sí y al otro también, terminará por armarse un pollo, aunque ahora haya que echarle la culpa a la gasolina.
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