Estos días últimos he terminado de leer la novela de Vargas Llosa, un alegato alucinante contra el colonialismo. Aprovechando la biografía del irlandés Roger Casement, perteneciente a los servicios diplomáticos del Imperio británico, nuestro Premio Nobel traza un auténtico museo de horrores tanto en el Congo belga del tirano Leopoldo II como en la Amazonía peruana.
Torturas, mutilaciones, violaciones, asesinatos. Se trataba en el fondo de confeccionar un informe para sacar a los indígenas de la ignominia, pero se ve a las claras que resulta imposible porque el terror impuesto por los invasores hace enmudecer las fuentes de información sobre maltratos. Casement, enfermo y cansado, abandona Africa y se marcha a la Amazonía. Allí no le van mejor las cosas. Tropieza con un negrero de rompe y rasga. Se llama julio C. Arana. La razón de todo, el caucho. Se trata de abastecer a Occidente del material precioso que ha revolucionado el automovilismo. La empresa fija la cantidad de caucho que debe recolectar diariamente cada obrero. Si el tope no se cumple, por falta de habilidad, por ignorancia, por hambre, ya sabe lo que le espera al contratado, un fuerte castigo en el potro de tortura. Habrá quien piense que son cosas de novela, o que se exagera para hace más interesante la lectura, pero la realidad de hoy nos está dando en la cara todavía. Hace pocos días la prensa internacional se hacía eco de una matanza de indígenas en la selva venezolana.
Esta vez no se trata del caucho sino de oro. Se trata presuntamente de unos mineros ilegales (los garimpeiros) que hicieron explotar una choza circular donde vivían alrededor de ochenta janomami. Un visitante de la zona asegura haber visto cuerpos quemados de mujeres y niños. La barbarie que no cesa pese a los predicadores de los derechos humanos.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/31852/la-barbarie