Siempre he tenido un enorme respeto por Argentina, país que siempre me ha sorprendido por la elevada calidad de sus habitantes, en contraste con exactamente lo contrario por parte de sus dirigentes políticos. Si me hubiese sorprendido en Buenos Aires, me hubiese unido, como demócrata y amante de esa gran nación, a la ´cacerolada´ de protesta contra el último desmán de la dama que preside, tan indignamente, un país que merecería mejores cosas: ahora resulta que doña Cristina Fernández de Kirchner pretende reformar la Constitución para, a lo Hugo Chávez, permitirse un nuevo mandato, cuando se acerca ya el fin -al fin-del mismo. Nunca tuve a Kirchner por una demócrata. Mis colegas argentinos cuentan y no paran de su escasísimo respeto a la libertad de expresión. Siempre me preguntaré qué impulsa a ese pueblo culto y generoso a votar masivamente a gente como doña Cristina. O a su difunto marido. Me dicen que la señora presidenta anda zascandileando tratando de vender su en todo caso muy improbable asistencia a la ´cumbre´ iberoamericana de Cádiz a cambio del corte de alguna cabeza empresarial española. Confío en que no logre su propósito. Prefiero una ´cumbre´ de esas que llaman devaluada sin Kirchner que un quilombo gaditano teniéndola a ella sentada entre otros mandatarios razonables. Y, por cierto, mal haría la naciente ´marca España´ cediendo el paso a quien tanto daño la ha hecho. Los españoles solemos decir que ya no nos merecemos el Gobierno que tenemos. Desde luego, los argentinos, mucho menos aún. Siempre es un consuelo, ¿o no?
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