Septiembre vive su ecuador vendimiador. Los viñedos quedan desnudos de su preciado fruto y la Almería vitivinícola brilla con luz propia como un oasis de cepas. Despunta el alba los viñedos habitados por vendimiadores que se apresuran a cortar la uva en un sucesivo ritual que no quiere rendirse a la mecanización.
La vendimia no siempre se ha escrito sobre los mismos renglones. Aún hoy, aunque en menor escala, la vendimia habla de inmigración, de separación familiar, de tiempos de ausencia y de necesidad, de cuando los convoyes de tercera trasladaban la sufrida mano de obra del Sur a las campiñas de Beaujolais, el valle del Loira, o a Burdeos, en Alsacia. La huella temporera de los setenta y ochenta habla de precariedad, de sueños de retorno, de abuelos-padres que llenaban el hueco de los progenitores, de miles de historias vividas y padecidas.
En el trayecto del viaje compartido en uno de los trenes de la vendimia, un temporero me contó una de las razones de sus sucesivas e ininterrumpidas campañas de la vid, en Francia. Sin abuelos y sin nadie que pudiese quedar a su cargo, Rubén, niño entonces, acompañaba a sus padres a Sauternes, en Burdeos, donde conoció a María, una pequeña de su misma edad, hija de unos vendimiadores portugueses que trabajaban en los viñedos próximos al Château d´Arche. Los pequeños se hicieron muy amigos y pasaban casi todo el día juntos. Inventaban juegos. Ella era la reina y él era el rey de aquel inexistente país custodiado por un ejército de mariposas. Al atardecer, cuando el cielo moría, los niños se despedían y acudían al barrancón de sus respectivos padres.
Años después
Un septiembre después Rubén dio un beso a María y le pidió que fuese su novia. En la vendimia de dos años más tarde discutieron porque María había paseado en bicicleta con el hijo del patrón de la hacienda, y el enfado les duró varias semanas. Cuando se reconciliaron se juraron amor eterno. Su vínculo amoroso quedó sellado bajo un pacto secreto. Él prometió que sólo la querría a ella. Frisaban en los dieciocho septiembres cuando, empleados ya en la recogida de uva, descubrieron el amor a la sombra de un olmo, junto a un riachuelo. En los paréntesis entre una campaña y otra los novios se carteaban con cierta frecuencia. Llegó un nuevo septiembre y Rubén esperó en vano la llegada de María y de sus padres. Nunca jamás supo de aquella niña hecha mujer en la vendimia francesa. Rubén siguió yendo todos los años a los campos del Château d´Arche por si volvía María, ya que sus cartas a Portugal siempre fueron devueltas. María no volvió nunca, pero Rubén no cesó de esperarla todos los años entre los viñedos de Sauternes, porque para él, según afirmaba, aquellas uvas eran las uvas del corazón.
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