Uno de los logros sociales más característicos de la revolución francesa fue el ascenso del pueblo bajo a la ciudadanía. Ser ciudadano significaba, después de muchos choques con la nobleza, la iglesia y el primer Estado, que las clases populares se igualaban en representatividad a los clásicos estamentos. De ahí la necesidad de una educación para la convivencia ciudadana. Tras las dos guerras mundiales esto ya ni se discute. La democracia parlamentaria ha hecho lo demás sobre todo en Europa. Aquí en España sin embargo, quizá por aquello de un consenso que no era tal, no hemos superado todavía viejos resabios de la guerra civil, especialmente en educación. Si no me equivoco, desde la transición para acá van siete leyes generales de educación, una detrás de otra, prueba de que no hay modo de ponerse de acuerdo en lo fundamental. Con Zapatero hubo un intento socialista de establecer un texto de base para que todo españolito dispusiera de un prontuario inicial para el cultivo de la ciudadanía. Pronto los descendientes de la nobleza, los herederos del franquismo y la iglesia católica dijeron que la ley para la educación de la ciudadanía era una máquina adoctrinadora cuyos postulados no se podían tolerar. Manda huevos. Los amos de la doctrina de todos los siglos acusan de lo mismo a quienes no hicieron otra cosa que luchar contra el pensamiento reaccionario. Así que pronto fue tumbada la ley. Y ahora nos debatimos en un conglomerado de exámenes para enseñarnos a convivir y respetarnos. Cualquier cosa menos que nos “adoctrinen” para una sociedad sin clases.
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